San Isidro de los Destiladeros
por Elizabeth Borrego
El sitio arqueológico San Isidro de los Destiladeros revela las más antiguas formas de producir azúcar en Cuba No fue la construcción de monumentales palacetes semejantes a los que florecieron en los más prósperos ingenios trinitarios, ni el empleo de modernas maquinarias en el proceso fabril o la exagerada dote.
No fue la construcción de monumentales palacetes semejantes a los que florecieron en los más prósperos ingenios trinitarios, ni el empleo de
modernas maquinarias en el proceso fabril o la exagerada dote de esclavos destinados a cortar caña para producir toneladas de azúcar lo que ha convertido a San Isidro de los Destiladeros en una parada obligada dentro del Valle de los Ingenios, Patrimonio Cultural de la Humanidad desde 1988.
Ruinas San Isidro
Más bien fueron su estructura discreta de fábrica artesanal, la determinación de sus decenas de dueños empeñados en preservar a toda costa la arquitectura de la casa y el milagro de resguardar bajo tierra los secretos de las primitivas formas de producir azúcar en Cuba.
Considerado hoy el conjunto mejor conservado dentro del área y quizás de la isla, San Isidro constituye a juicio de los más entendidos un auténtico exponente de la arquitectura e ingeniería azucarera del siglo XIX.
Al menos así lo confirman las excavaciones arqueológicas que desde inicios del corriente siglo desarrollan especialistas de la Oficina del Conservador de Trinidad, quienes mudaron a tiempo completo sus labores hasta el otrora ingenio con el empeño de recuperar todavía más la historia y las costumbres de la sacarocracia decimonónica cubana.
EL IMPERIO DEL AZÚCAR
Privilegiado por la fertilidad de sus tierras y su ubicación cercana al puerto de Casilda, el Valle de los Ingenios testimonia hoy el resultado de un devenir histórico estrechamente relacionado con las prósperas industrias establecidas.
En sus inicios serían la ganadería y el tabaco las principales fuentes de ingreso, pero la llegada de la producción azucarera no solo levantó mansiones de talante neoclásico, sino que modificó y consolidó por completo la hoy Ciudad Museo del Caribe, cuyas edificaciones parecen detenidas en aquellos días del boom azucarero.
El Valle de los Ingenios
La investigadora Teresita Angelbello asegura al respecto que tanto el crecimiento de la villa como el desarrollo económico de su territorio —valle, ciudad y costa— se asociaron desde los primeros tiempos a las actividades ganadera y tabacalera, y más tarde a la azucarera.
De modo que para los siglos XVIII y XIX los ingenios trinitarios asentados en la zona sobrepasaban los 60 y hacia 1846 sorprendían al mundo con una producción de 669 192 arrobas de azúcar blanca y quebrada, 37 000 de mascabado y raspadura y 11 722 bocoyes de miel.
A lo largo de 270 kilómetros cuadrados, las ruinas arqueológicas y edificaciones todavía en pie dan fe de aquel florecimiento azucarero despampanante, donde se forjaron las fortunas más conocidas de la región en apellidos como Iznaga, Cantero, Borrell, Béquer o Malibrán.
Roberto López Bastida (Macholo), una de las voces más autorizadas en el estudio de los valores culturales trinitarios, aseguraba en su artículo San Isidro de los Destiladeros, fragmentos vivos de una leyenda cubana que, aunque dicha prosperidad se sustentó en una inhumana base de esclavitud y miseria, consiguió sintetizar toda una historia de esplendor y decadencias, de trabajo y riqueza, de fundaciones y de relaciones con el mundo exterior.
“En plena convivencia con una ciudad que, por sus valores de conjunto, resulta una verdadera joya del urbanismo y la arquitectura vernácula, acercarse al Valle Trinitario es conocer la región del centro sur de la isla, donde la naturaleza, con su infinita fertilidad permitió al hombre crear toda una cultura de la plantación, un imperio del azúcar”, escribió Macholo.
LO QUE QUEDA DE SAN ISIDRO
Fue en el XVIII cuando el otrora trapiche San Juan Nepomuceno cambió su nombre por San Isidro de los Destiladeros, patrón de la agricultura en España, y se convirtió en una de las decenas de haciendas dedicadas a la producción de azúcar con una dotación de 150 esclavos.
En 1806 el primer dueño del ingenio, José del Rey Álvarez, vendió la propiedad a don Pedro Matamoros Borrell, quien se mantuvo construyendo hasta la segunda mitad del siglo XIX sin sospechar que más de 200 años después este se convertiría en uno de los sitios de mayor interés arqueológico, arquitectónico y cultural de todo el valle.
Pese a que sus construcciones no fueron las más lujosas de los ingenios trinitarios, conservan un marcado estilo neoclásico, particularmente la casa hacienda y la torre campanario, reconocida por su pintoresca estructura.
Restos de los barraacones
Desenterrados aparecen hoy los restos de los barracones y las construcciones que complementaron el proceso fabril del azúcar de caña —la destilería, el molino de barro o la casa de purgas—, y en pie se conservan casi intactos la casa hacienda y la torre campanario, destinada a vigilar las plantaciones del área.
Con una altura de 14 metros, esta última construcción está compuesta por tres pisos inicialmente abiertos en sus cuatro lados a través de arcos de medio punto, donde destacan elementos ornamentales como los pequeños pilares ubicados en la terminación del primer nivel y los aleros en forma de cuarto de bocel en todos los pisos.
¿TREN JAMAIQUINO O FRANCÉS?
De tanto desandar San Isidro, Yesenia Conde Santander, promotora de la Empresa Aldaba, tiene dos certezas que nunca deja fuera de su relato: una, que los dueños del ingenio no figuraron nunca como los más poderosos del Valle de los Ingenios, y otra, que tampoco fueron conscientes del legado que aquí se quedó.
Aun cuando aparenten ser las ruinas de un horno común, el tren jamaiquino, sistema de cinco calderas concebido para convertir el jugo de caña en azúcar, es considerado la verdadera joya de la hacienda y uno de los más valiosos descubrimientos arqueológicos en todo el área, asegura la especialista.
Tren Jamaiquino
Su estructura conforma, entre muros de mampuestos y bóvedas de ladrillo, el sistema de cocción del azúcar, inserto en la casa de máquina, con cinco calderas conectadas a un cañón que transmitía el calor de un fuego único.
Según el historiador Julio Le Riverend, este adelanto fue “la expresión típica de la revolución industrial en los ingenios azucareros” y, aunque llegó a Cuba proveniente de Jamaica, en realidad es de origen francés.
La cocción del azúcar sucedía por el trasiego de los caldos de una caldera hacia la otra. Todas estaban situadas en el mismo cañón de calor que simulaba la función de un tren a vapor con sus vagones, explica Conde Santander.
El tren jamaiquino se alimentaba con bagazo y llevaba un solo fuego debajo de la última caldera, por lo que el calor se distribuía en el conducto de vapor, lo que representó amplia ventaja sobre los trenes de fuego antes usados en Cuba por la economía de combustible y de brazos para atender el horno, más apreciada todavía en los momentos de crisis de la industria ante la abolición de la esclavitud.
A pesar de su uso extensivo por toda Cuba, evidencias como estas escasean en la isla y hasta en América Latina, lo cual convierte a San Isidro en sitio privilegiado, explica Leonel Delgado Ceballos, jefe del Departamento de Arqueología de la Oficina del Conservador de Trinidad y el Valle de los Ingenios.
Como si tuviera mucho más que contar de la producción de azúcar en las colonias, estas ruinas convidan a expertos cubanos y extranjeros a realizar excavaciones, levantamientos y otros ensayos sobre el sitio, destinado, según el Plan de Manejo del Valle, a convertirse en un “museo a cielo abierto”.
La labor de estos especialistas y el apoyo institucional procuran desde principios de este siglo develar los íntimos detalles del modo de vida y de fabricación del azúcar durante su esplendor en la isla, en un intento para salvar y recuperar la memoria aún viva de esta reliquia donde, a decir de López Bastida, se entrelazan las más auténticas raíces y misterios de los siglos de colonización y desarrollo del Nuevo Mundo. (Tomado del Periódico Escambray)