Por Martha Ríos

“En mis primeros tiempos de evolución hice figuras alargadas como hicieron El Greco y Modigliani, pero este último se inspira en el arte negro, mientras que yo para crear, miro hacia mi mundo interior donde se encuentran las formas y gamas que necesito”.

En ese maremágnum  se sumergía y regresaba con beatas, niños tristes, desamparados, enfermos… muy parecidos a él. O mejor, únicos, inclasificables, como él, hechos con entera libertad, a decir de los críticos de arte de su tiempo.

Fidelio Ponce de León vino a la vida en la provincia de Camagüey, el 24 de enero de 1895, como Alfredo Ramón Jesús de la Paz Fuentes Pons.

De joven asistió a la Academia San Alejandro, en La Habana, mas su estilo tan propio lo apartó de los cánones academicistas.

Jamás ambicionó pertenecer a clase alguna de intelectuales. Solo alcanzó a ser ciudadano del pueblo. De aquí para allá vagó sin puerto, entre soledades y fantasías que ahogaba en la barra de cualquier cantina.

Sin embargo, y sin proponérselo, la originalidad de sus cuadros le valió premios en salones nacionales, y algunos se exhibieron en renombrados museos y estudios de Nueva York.

Allí los descubrió el mundo de las primeras décadas del pasado siglo, y actualmente, acaudalados coleccionistas se disputan en subastas, al menos una pieza salida del pincel del llamado Van Gogh cubano.

Así se inmortalizó este representante del movimiento vanguardista en la mayor isla del Caribe, a quien el inseparable binomio alcohol-tuberculosis, flagelo de los pobres, le arrancó la vida en La Habana, el 19 de febrero de 1949. Tenía 54 años de edad.

De él dijo su biógrafo Juan Sánchez: “Ponce no solo fue una verdadera contradicción ambulatoria; fue también el genio más solitario que dio la pintura en Cuba dentro de la primera mitad del siglo XX”.