por Jorge Gómez Barata
El mismo día en que falleció Darío Fo, un literato emblemático; la Academia Sueca, investida de super poderes, encumbró a un icono de los sesenta, Bob Dylan, más conocido por las multitudes como compositor e intérprete que como escritor o poeta. Con la muerte del primero la galería de los Nobel perdió un paradigma, y con la exaltación del otro creó un precedente. El Nobel de literatura ha trascendido límites, y se ha convertido en galardón a la obra cultural. Tal vez sea mejor así.
Por haber nacido en 1926, adolescente todavía, Darío Fo fue atrapado por la vorágine fascista que en los años cuarenta envolvió a Europa, embarcando a la humanidad en un paréntesis de guerra, represión y barbarie. También fue bendecido por la época de auge de la democracia, la tolerancia, y el bienestar que siguió al triunfo aliado y la descolonización afroasiática.
Aquellas experiencias antes que escritor lo hicieron luchador, convirtiéndolo en un referente moral para la izquierda, que finalmente lo decepcionó, sin por ello impedirle que, con excepcional maestría, hasta el fin de sus días utilizara las herramientas al alcance de los intelectuales, con las cuales, además de fabricar belleza y promover valores, denunció las deformaciones entronizadas entre socialistas y comunistas, que en nombre de alianzas necesarias traicionaron sus ideales.
Por su parte, Bob Dylan, venido al mundo en Minnesota, Estados Unidos en 1941, es una criatura de los “maravillosos sesenta”. Una época renovadora de ideales, llamada con razón “Década prodigiosa”, forjada bajo los acordes de Los Beatlles, Los Rolling Stone, la prédica de Fidel Castro y JFK, el viaje a la Luna, la lucha por los derechos civiles, la guerra en Vietnam y otros eventos de enorme trascendencia.
Fue una era de revolución no solo política sino también sonora y gestual, en la cual la canción comprometida e inteligente, también llamada “canción protesta”, contribuyó a cambiar el modo de pensar, bailar, cantar, y vestir de la humanidad. Fue cuando las barbas, el desaliño, la herejía, y la irreverencia se pusieron de modas.
Iluminada por el Mayo Francés, y oscurecida por el asesinato de Che Guevara y el aplastamiento de la Primavera de Praga, un experimento político que pudo salvar al socialismo; su trascendencia le ha conferido el galardón que la identifica como un prodigio histórico.
Si bien la mística de los sesenta, en cuyo primer año en Nueva York debutó Dylan es pasado, no lo son los ideales humanos de justicia y paz, que persisten del mismo modo que se renuevan las condenas a la opresión y la intolerancia, y florecen la herejía frente a los dogmas.
Sin proponérselo Bob Dylan añade expectación a su comentada distinción al dar la callada por respuesta. Seis días después de esfuerzos infructuosos por localizarlo, el agasajado no aparece ni responde, y sus allegados y representantes no se dan por enterados.
En todo caso la actitud carece de significado práctico dado que el Nobel es irrevocable, y una vez concedido es imposible deshacerse del mismo. Sara Danius, secretaria de la Academia y encargada de comunicarle la distinción e invitarlo a su entrega colgó los guantes: “Si él no quiere venir, no vendrá…”