por Guillermo Alvarado
El asesinato de dos dirigentes campesinos esta semana en Honduras confirma que esa nación centroamericana es una zona de alto riesgo para quienes pretendan defender los derechos de las comunidades indígenas o agrarias, así como para protectores del medio ambiente de la acción depredadora de empresas transnacionales, coludidas con autoridades locales o nacionales.
José Ángel Flores, presidente del Movimiento Unificado Campesino del Aguan, MUCA, y el activista Silver Dionisio George, fueron atacados con armas largas por desconocidos cuando salían de una actividad con un grupo de campesinos en la localidad de La Confianza, en el norte de Honduras.
Ambos líderes habían denunciado reiteradas amenazas de muerte en su contra y una organización defensora de los derechos humanos había ordenado al gobierno del presidente Juan Orlando Hernández otorgarles protección especial, a pesar de lo cual fueron víctimas de este atentado.
El MUCA aglutina a agricultores y cooperativas ubicadas en el valle del Aguan, en el departamento de Colon, que sufren presiones para que vendan sus tierras a latifundistas que tienen en esa región grandes plantaciones de palma africana, cuyo aceite exportan.
También existe un proyecto, apoyado por el Banco Mundial, para crear en esa área una zona de libre comercio especial, que estaría totalmente en manos de transnacionales y fuera de la jurisdicción de las leyes hondureñas.
Los labriegos se resisten a entregar sus tierras y en 2010 suscribieron un acuerdo con el gobierno para que se les restituyan 10 000 hectáreas cultivables, pero hasta la fecha sólo han recibido cerca del 40% de esa extensión.
El asesinato de Flores y George está directamente vinculado con estos reclamos, de acuerdo con denuncias de varias organizaciones sociales.
La Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos emitió una nota de condena por estos crímenes y exigió a las autoridades hondureñas proteger a los activistas sociales y defensores de los derechos humanos y ambientales.
En los últimos 6 años murieron por atentados 131 campesinos opuestos a la usurpación de tierras por los latifundistas, que buscan extender el cultivo de palma africana por esa zona, considerada como una de las más fértiles del país.
Se recuerda también la ejecución extrajudicial de la líder indígena Berta Cáceres, el 3 de marzo pasado cuando arreciaban las protestas contra la construcción de un proyecto hidroeléctrico que afectaría territorios ocupados por comunidades originarias.
En julio murió Lesbia Urquía en similares circunstancias en el departamento hondureño de La Paz. El Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras denunció que el asesinato de Urquía fue un feminicidio político para acallar las voces de mujeres que luchan por los derechos sociales y ambientales.
A pesar de las promesas gubernamentales, la inmensa mayoría de estos actos permanecen sin castigo, lo que aumenta el riesgo para quienes exponen su vida en un territorio hostil para cualquiera que reclame justicia social y respeto a los derechos de las comunidades desprotegidas y marginadas.