Por: Guillermo Alvarado
Los ejecutivos de once países de nuestra región cometieron el desatino de intervenir en los asuntos internos de Venezuela, a cuyo gobierno pretenden achacar la responsabilidad por la crisis que se vive en la nación bolivariana y los actos violentos generados durante los últimos días, haciendo caso omiso de que ellos tienen un tejado de vidrio tan frágil que un viento medianamente fuerte bastaría para derrumbarlo.
Estas naciones se atrevieron a exhortar al presidente Nicolás Maduro a que garantice el derecho constitucional a la manifestación pacífica, lo que demuestra que están ciegas y sordas ante las evidencias donde se demuestra que la llamada oposición está dispuesta a cualquier cosa, menos a respetar la Carta Magna y comportarse de manera civilizada.
La respuesta del gobierno venezolano fue enérgica y la ministra de Relaciones Exteriores, Delcy Rodríguez, los señaló de practicar un doble estándar y apadrinar una intervención extranjera.
Hablamos de países que si hicieran caso del buen sentido se abstendrían de tirar piedras a la casa del vecino, porque dentro de ellos se cometen serias violaciones a las garantías fundamentales de sus ciudadanos, es decir que tienen un frágil techo de cristal.
Dedicaremos algunos trabajos a hacer un somero análisis de los problemas que estos gobiernos deberían atender, en lugar de prestarse al juego sucio de la derecha empresarial, los sectores conservadores de la región y de Estados Unidos y su punta de lanza, la desprestigiada Organización de Estados Americanos, de tristes recuerdos en nuestro continente.
Empezaremos por México, que ha sido catalogado por especialistas como el país de los desaparecidos, debido a la frecuencia con que se comete allí ese lamentable delito, que mantiene en la incertidumbre y el temor a decenas de miles de familias.
Durante los veintidós primeros meses de la gestión del presidente Enrique Peña Nieto fueron sustraídas nueve mil 384 personas, lo que equivale a un promedio diario de 13 casos o, si lo prefieren así, un crimen de esta naturaleza cada hora y 52 minutos.
Entre 2007 y 2012, durante la administración de Felipe Calderón, desaparecieron seis mexicanos cada día. Quiere decir que en el gobierno de Peña Nieto se duplicó ese registro y se fue un poquito más allá.
En la actualidad se discute una polémica ley para aumentar las penas por este delito, catalogado por los tratados internacionales como de lesa humanidad. Uno de los puntos más rechazados de este proyecto es que propone aplicar los castigos que estaban vigentes cuando se cometió el hecho, y no los previstos en la nueva normativa.
Ignoran los promotores de este documento que la desaparición forzada, por sus propias características, no prescribe y se considera que se sigue cometiendo hasta dar con el paradero de la víctima, o tener certeza de cuál fue su destino.
Un caso paradigmático fue el secuestro de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, cuyos padres todavía esperan una respuesta de las autoridades, reacias a investigar en serio.
En lugar de intervenir en los asuntos internos de Venezuela, el presidente Peña Nieto debería enfrentar en su país, ante sus ciudadanos, esta grave crisis de justicia y derechos humanos y que, por cierto, viola flagrantemente la letra y el espíritu de la Constitución mexicana que, hasta donde sabemos, todavía sigue vigente.