Por Guillermo Alvarado
Los grandes medios de prensa occidentales, sobre todo los de Europa, siguen otorgando grandes espacios a los atentados perpetrados en días recientes en las ciudades catalanas de Barcelona y Cambrils, así como otros ataques en Finlandia, Alemania y Rusia, si bien en estas dos última naciones las autoridades descartaron que se trate de actos terroristas.
En la también llamada Ciudad Condal sumaron 15 los fallecidos tras la embestida con una furgoneta contra turistas en la popular popular avenida conocida como La Rambla, si bien de las 50 personas aún ingresadas hay 9 en estado crítico.
Casi todos los analistas coinciden en que se trató de una acción protagonizada por una célula extremista que llevaba tiempo en estado latente, esperando en la oscuridad la oportunidad o la orden de llevar a cabo ese acto criminal que ha sembrado de terror y dudas a la población local.
En ese sentido es similar a lo ocurrido en París en noviembre de 2015, cuando de manera simultánea se produjeron ataques contra el Estadio de Francia, varios restaurantes y un salón de baile, aunque el método empleado se asemeja al que se perpetró el 14 de julio de 2016 en Niza, cuando un camión arrolló a la multitud que celebraba la fiesta nacional francesa.
Se trata, en todo caso, de grupos que han permanecido a la sombra quizás durante años, lo que hace muy difícil prevenir cuándo se activarán ni donde se llevará a cabo el golpe, casi siempre dirigido contra civiles indefensos e inocentes.
Lo que llama la atención es que en ninguno de estos medios se profundiza sobre las causas que produjeron estas células terroristas. Casi nada se habla del origen de este fenómeno que está llevando luto en muchas partes del mundo, y menos aún de los verdaderos responsables de tanto desatino.
Se dice que la sociedad se tiene que acostumbrar a vivir con este flagelo, pero se calla el por qué de esta situación.
Las raíces del terrorismo actual están en la decisión estadounidense de atacar y ocupar Iraq en 2003, lo que llevó a la caída del gobierno de Saddam Hussein, la desarticulación de las instituciones públicas, incluida la policía, y la creación de un vacío de poder que rápidamente fue aprovechado por grupos radicalizados.
En ese excelente caldo de cultivo, surgió el Estado Islámico, que sustituyó a la agrupación Al Qaeda en toda la región de la Mesopotamia y protagonizó un fulgurante crecimiento con poder militar y financiero de origen no tan desconocido.
Las potencias occidentales fueron incapaces de comprender esa fuerza que pusieron en funcionamiento y cometieron después los mismos errores en Libia y Siria.
Tampoco midieron el peligro de que miles de jóvenes europeos, hasta dos mil 500 según el centro de lucha contra el terrorismo, se unieran a los extremistas. De ellos entre 15 y 20 por ciento murieron, la mitad aún combaten y cerca del 30 por ciento volvieron a sus países, pero mantienen sus vínculos y reciben ordenes del EI.
Son cientos de bombas de tiempo sembradas por la codicia de las potencias occidentales, que ignoraron que en la política también funciona aquella elemental ley de Newton que dice que a toda acción, siempre le sigue una reacción.