Habituados ya a los súbitos cambios de rumbo protagonizados por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no fue una verdadera sorpresa que anunciara el envío de un contingente de militares a Afganistán, así como una nueva estrategia para esa guerra que, a pesar de que se declaró terminada, resurge de sus propias cenizas como la mitológica ave Fénix.
La contienda comenzó el 7 de octubre de 2001, menos de un mes después de los atentados en Nueva York del 11 de septiembre de ese año, y el pretexto fue la negativa del gobierno de Kabul de entregar a Osama Bin Laden, a quien Washington culpaba por los ataques.
Al principio pareció que sería una campaña rápida pues por un lado estaba el ejército más poderoso del mundo, apoyado por varias potencias militares, y por el otro un país pobre, con una economía débil basada en la agricultura y debilitado por una sangrienta guerra civil que llevó al poder al movimiento Talibán.
Incluso pocas semanas después de comenzada la agresión, un oficial norteamericano se quejaba de que ya casi no tenían blancos contra los cuales disparar sus proyectiles.
La aplastante superioridad occidental, con la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la OTAN, incluida, les permitió ocupar las principales ciudades afganas, pero de allí a controlar un territorio hostil, surcado por elevadas montañas y complejos sistemas de cuevas, la diferencia fue enorme y los años transcurrieron consumiendo recursos y vidas humanas, sobre todo civiles inocentes.
Se calcula que el costo para los contribuyentes estadounidenses rebasa los 714 mil millones de dólares, muchos de los cuales fueron a parar al enorme agujero negro de la corrupción. Entrados ya casi en el tramo final de 2017, esta es la guerra más prolongada en que se ha visto involucrado el país norteño en toda su historia.
El 28 de diciembre de 2014 el entonces presidente de los Estados Unidos Barack Obama dio oficialmente por terminados los combates y el final de la misión internacional creada por la ONU para estabilizar la nación centroasiática. Menos de un año después, el mismo Obama anunció que permanecerían no menos de cinco mil efectivos para “garantizar la seguridad”.
Ahora su sucesor anunció el viaje de varios miles de militares a Afganistán para seguir “matando terroristas”, un reconocimiento explícito del fracaso de los objetivos iniciales. A estas alturas el nombre de la operación original: “libertad duradera” parece más bien un chiste de mal gusto, pues tras casi 16 años de guerra no hay libertad, seguridad o democracia alguna.
El fiasco es mayor si se recuerda que entre los pretextos para esta guerra estaba hacer del mundo un lugar más seguro. Los acontecimientos de los últimos días demuestran todo lo contrario y hoy, en pleno siglo XXI, se vive con más miedo que nunca.
Así pues, como sus antecesores, el presidente Trump se apresura a tener su propia guerra, para beneplácito de enterradores, fabricantes y vendedores de armas. No recuerda que en su campaña prometió todo lo contrario, pero con poco más de 200 días de trabajo es tanto lo que ha olvidado, que casi no hay ciencia capaz de predecir cuál será su rumbo.(Guillermo Alvarado)