Por J.M. Ahrens
Donald Trump está cada día más solo. Su explosiva decisión de reconocer a Jerusalén como caital de Iasrael y trasladar ahí su embajada, sometió a una insólita humillación a Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Ningún país salió en defensa de Washington y prácticamente todos le alertaron de que su anuncio vulneraba las resoluciones de Naciones Unidas y amenaza con incendiar el Oriente Próximo. “Cualquier decisión unilateral menoscaba los esfuerzos para la paz. Y tengo que decirlo, estoy preocupado por el riesgo de una escalada violenta”, afirmó el representante de Naciones Unidas en el proceso de paz, Nicolái Mladenov, haciendo suyas las quejas del resto de representantes.
Fue un inusual varapalo diplomático. Todos dieron la espalda a Trump. Y Washington respondió sin alzar la voz, evitando azuzar el incendio que su propio presidente ha prendido. Hasta la enérgica embajadora ante la ONU, Nikki Haley, conocida por sus furiosos ataques a Corea del Norte, adoptó un tono moderado y enfatizó, al igual que Trump el miércoles pasado, que la decisión no afecta al estatuto final de Jerusalén ni a las negociaciones de paz.
“No es un revés para el proceso, mi país mantiene su compromiso de apoyarlo. Tener la embajada donde está la capital es solo una decisión de sentido común. Estados Unidos fue el primero en reconocer a Israel y ahora es el primero en aceptar su capital. Hemos admitido lo obvio”, se justificó Haley.
Sus palabras mostraban el deseo de la diplomacia estadounidense de rebajar la declaración de capitalidad a un gesto sin excesivas consecuencias prácticas, que ni siquiera supondrá una mudanza inmediata de la legación. Un intento vano en una tierra milenaria, sagrada para tres culturas, donde el anuncio de Trump se ha entendido como un símbolo del rechazo a otros símbolos.
“Jerusalén es el corazón de Palestina, el tercer lugar sagrado para los musulmanes, y lo que ustedes han hecho es ilegal e irresponsable, sólo han buscado complacer a la potencia ocupante”, dijo el observador palestino ante la ONU.
En este clima de rechazo, la filigrana de la embajadora no logró evitarle el bochorno ni siquiera entre sus tradicionales aliados. "El Reino Unido no piensa mover su embajada. Todo paso en el conflicto tiene que hacerse con acuerdo de las partes y encaminado a la creación de dos Estados”, afirmó el embajador británico.
Todos los intervinientes, excepto el ucraniano, que se limitó a leer un aséptico comunicado de 30 segundos, fueron fieles a los enunciados de Naciones Unidas en el conflicto. “Jerusalén es un cuerpo separado cuyo estatuto solo puede resolverse por acuerdo internacional. Por ello una resolución de la ONU exige la retirada de todas las embajadas de la ciudad”, detalló el legado sueco. “EEUU tiene que precisar cómo se ajusta su declaración a las resoluciones de la ONU sobre Jerusalén.
Estamos realmente preocupados por el riesgo de que aumenten las tensiones”, clamó el francés, reiterando una pauta que ni China ni Rusia rompieron. La soledad de Washington, fraguada en los últimos meses con golpes como la salida del pacto contra el cambio climático, fue más patente que nunca.