Por: Guillermo Alvarado
La destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, representó un extraordinario negocio para el complejo militar industrial de Estados Unidos, que encontró de pronto la posibilidad de disponer de fondos casi inagotables para producir sofisticadas armas que el país no necesita y que, casi con seguridad, no empleará jamás.
A partir de ese momento la principal potencia económica y militar del planeta se declaró en guerra, no se sabe bien contra quién, porque el hipotético combate al terrorismo abarca a personas y escenarios tan disímiles como la región euroasiática, el Oriente Medio, el norte de África, America Latina y el Caribe, o cualquiera otro lugar donde haya pueblos o gobiernos que molesten a Washington.
Y por supuesto, esto implica dinero, muchísimo dinero.
Así lo explica el periodista argentino Sergio Kiernan, al comentar cómo en 2018 el presupuesto norteamericano de defensa alcanzó la alucinante cifra de setecientos mil millones de dólares, el mayor hasta entonces en la historia de esa nación.
Para el 2019 el Congreso aprobó un alza de 16 mil millones más y se prevé que, al ritmo en que marchan las cosas, el año próximo será de 750 mil millones, más que China, Arabia Saudita, Rusia, Francia, India, Gran Bretaña, Alemania y Japón, todos ellos juntos.
Jamás los militares de Estados Unidos habían disfrutado de un auge semejante.
Para disimular esta sangría, algunos especialistas argumentan que ese gasto apenas representa el cuatro por ciento del Producto Interno Bruto nacional, mientras que durante la II Guerra Mundial se gastó el 40 por ciento y en el conflicto contra Vietnam la derrota le representó a Washington un total de 10 puntos porcentuales.
Eso es cierto, señala Kiernan, pero hay que decir que en esos años la economía estadounidense no tenía, ni de lejos, el tamaño que tiene hoy día.
Pero el verdadero secreto está en que el dinero que se invierte hoy en armas y soldados representa el 60 por ciento del presupuesto federal de ese país.
Quiere decir que todos los demás programas que se llevan a cabo, como los sociales, de salud, el desarrollo espacial, el Buró Federal de Investigaciones, la CIA, el servicio diplomático y unos cuantos más, solo viven de las sobras que dejan los uniformados y la industria bélica.
Pero eso no es todo, el gigantesco presupuesto de la defensa no incluye gastos como los servicios médicos para veteranos de guerra, ni los centros de investigaciones, algunos instalados en prestigiosas universidades, para desarrollar tecnologías militares, sobre todo en la rama nuclear.
A pesar de toda esta inversiòn, Estados Unidos no ha podido exhibir ninguna victoria contundente en las aventuras en que se ha involucrado, como la invasión a Afganistán e Iraq y los conflictos impuestos a Libia y Siria, aunque quizás esto no sea lo más importante para su industria de la muerte que, mientras sigan las guerras, se mantendrá viento en popa.