Por: Guillermo Alvarado
Guatemala, llamada por algunos como el país de la eterna primavera, o flor de pascua en la cintura de América es, más allá de cualquier poesía, un país donde se sufre una extraordinaria violencia que en los últimos tiempos ha estado enfocada hacia líderes sociales o defensores del medio ambiente, al más puro estilo de Colombia.
Ambas naciones tienen en común haber vivido prolongados conflictos armados, con grandes pérdidas humanas y sufrimientos para la población civil, y también negociaron y firmaron acuerdos de paz que no trajeron tranquilidad alguna, mucho menos reconciliación entre la sociedad.
Las fracturas dejadas por la guerra permanecen sin sanar porque las causas que la originaron siguen vigentes.
Tras el conflicto guatemalteco la iglesia católica hizo una pormenorizada investigación sobre lo ocurrido en esas décadas y determinó que mas del 90 por ciento de los excesos perpetrados contra los civiles fueron responsabilidad del ejército y el Estado.
Los cuatro volúmenes se presentaron en la Catedral Metropolitana de Guatemala por el director del estudio, el obispo Juan Gerardi Conedera, el 24 de abril de 1998. Dos días después el religioso fue brutalmente asesinado por miembros del ejército cuando entraba a su residencia, en lo que fue un claro mensaje a la población de dónde estaba el poder y lo que ocurriría a quienes osaran enfrentarlo.
Han pasado 22 años y el mensaje sigue vigente, como lo constata el reguero de sangre que corre por el país centroamericano.
El crimen contra Gerardi me vino a la memoria cuando leí pormenores del asesinato de la dirigente comunitaria Dominga Ramos, madre y abuela, ejecutada de ocho balazos frente a su familia el pasado 5 de marzo en el poblado Las Delicias, en el sureño departamento de Suchitepéquez.
Antes de disparar contra la indefensa mujer, el autor del crimen le dijo: “este encarguito es para usted”. “Encargo” en Guatemala es sinónimo de aviso, mensaje, advertencia o amenaza, igual al que dejaron con el cuerpo destrozado de Gerardi.
La señora Ramos y su esposo, Miguel Ixcal, encabezaron la pelea en su comunidad contra los abusos cometidos por la empresa distribuidora de electricidad Energuate, que cobra tarifas excesivas por un servicio de pésima calidad.
También eran miembros del Comité de Desarrollo Campesino y del Movimiento por la Liberación de los Pueblos. Manuel Ixcal es asesor de la diputada indígena Vicenta Jerónimo, que desafió al poder al denunciar los desproporcionados privilegios de los miembros del Congreso, a costas de los impuestos que pagan los pobres.
Hacer eso en Guatemala, como en Colombia, es más peligroso que ser ladrón, asesino o narcotraficante, porque la paz no se firmó para reconciliar a la sociedad o rescatar los derechos de los oprimidos.
Se hizo, por mucho que duela, para que los ricos, los terratenientes, los oligarcas y las transnacionales hicieran suyo aquel principio enunciado en la novela “El gatopardo”, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, de que si queremos seguir viviendo como siempre, tenemos que cambiar.
Cambiar todo para que nada cambie, o sea garantizar que los de abajo sigan estando en su lugar y no inquieten a los de arriba.