Por: Guillermo Alvarado
Tuvo que llegarse a cuatro millones de contagios y más de 142 mil muertos para que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, diera muestras de alguna sensibilidad respecto a la pandemia de covid-19, reconociera la utilidad del uso de la mascarilla y aceptara la gravedad de la situación.
Ahora el caprichoso magnate se pone en posición de patriota y quiere convencer a sus ciudadanos que encabeza el combate contra una enfermedad que reiteradamente menospreció, a pesar de que consejos sabios no le faltaron en ningún momento.
En una conferencia de prensa en la que apareció sin ningún acompañante, al contrario de su costumbre, Trump dijo que “cuando no puedan distanciarse socialmente, usen una mascarilla. Guste o no, la mascarilla tiene un impacto, tendrá un efecto. Cualquier cosa que pueda mejorar es algo bueno”.
Llama la atención ese cambio luego de cuatro meses de decir que todo está bajo control, que no hay nada por lo cual preocuparse e, incluso, de que un día, como por un milagro, el virus desaparecerá.
Habría que tener una candidez realmente enternecedora para pensar que de pronto el presidente se preocupa por la salud, la vida y la seguridad de su población. Nada hay más lejos de la realidad.
Lo que al jefe de la Casa Blanca realmente le inquieta es que a menos de tres meses y medio de los comicios de noviembre próximo, su figura sigue cayendo en las encuestas de intención de voto.
De acuerdo con los más recientes sondeos el aspirante por el partido Demócrata, Joe Biden, se está despegando con un promedio de 12 puntos, mientras crecen las críticas a Trump incluso entre las filas republicanas.
En verdad no es para menos. Uno de sus últimos horrores fue enviar agentes federales para reprimir las protestas sociales en Portland, Oregon, y la amenaza de hacer lo mismo en Nueva York, Chicago, Oakland y Detroit, lo que levantó una fuerte ola de protestas.
Varios políticos indicaron que el uso de la policía secreta para imponer “la ley y el orden” es inconstitucional, peligroso y viola los derechos humanos.
Para el presidente esas son sutilezas legales, preocupado como está por mantener el voto blanco, anglosajón y protestante.
El colmo es que ha llegado a calificar a miembros del partido Demócrata como partidarios de la anarquía y la “izquierda radical” y esgrime el fantasma de un mundo caótico donde los pobrecitos supremacistas blancos no tengan ninguna defensa ni protección.
Como se dice en el habla popular, para mantener su cargo anda asustando con la soga del ahorcado y el petate del muerto.