Isla de Guadalupe
Por: Guillermo Alvarado
Las drásticas medidas para contener el contagio de la covid-19, así como la obligación de vacunarse contra esa enfermedad, fueron las causas aparentes de las airadas protestas que sacuden en estos días a Guadalupe y Martinica, territorios ultramarinos de Francia.
Digo que son aparentes porque, si bien el malestar estalló tras la decisión de París de que todo el personal de la salud debía inmunizarse o perder su empleo, las verdaderas razones hay que buscarlas mucho más allá, en las condiciones casi coloniales en que viven los habitantes de estas islas.
Como se recordará, las manifestaciones, bloqueos de carreteras y enfrentamientos con la policía comenzaron en Guadalupe y luego se extendieron hasta la vecina Martinica, donde los sindicatos hicieron un llamado a la huelga general.
La cólera, sin embargo, no es exactamente contra las vacunas y el pase sanitario obligatorio.
Esto que está ocurriendo ahora es una especie de repetición de los sucesos de 2009 cuando una huelga general paralizó durante mes y medio a estas islas en protesta por el elevado costo de los alimentos, el desempleo y los bajos salarios, incapaces de cubrir las necesidades de las familias.
Son reclamos habituales en estos lugares que aunque tienen la categoría oficial de departamentos y territorios franceses, padecen un nivel de vida marcadamente inferior al de la metrópoli europea.
La raíz del mal arranca desde que en los años 50 del siglo pasado a Francia no le quedó más remedio que poner fin al régimen colonial, incluso aceptar la independencia total de algunos territorios en África y Asia.
Se concibió entonces la idea de mantener el control y la soberanía en varios puntos del planeta, apelando al disfraz de una supuesta integración territorial y administrativa, que sustituyó sobre el papel al estatus colonial.
Nacieron así los “departamentos y territorios de ultramar”, entre ellos Guadalupe, Martinica, San Martín y San Bartolomé en El Caribe; Guyana en América del Sur; San Pedro y Miquelón en el Atlántico norte; Isla Reunión y Mayotte en el Índico sur; Nueva Caledonia, Wallis y Futuna en el Pacífico.
Se agregan más de cien pequeñas islas e islotes en Oceanía y algunas tierras australes y antárticas. Si se suman estas áreas dan la nada despreciable cifra de 120 mil kilómetros cuadrados de superficie y millones de millas de mar soberano, con inmensas riquezas naturales sobre las que París tiene poder.
No es verdad, sin embargo, que la calidad de vida y el confort de la Francia continental europea se repitan en estos lugares, ni mucho menos, y ese es el embrión de una situación potencialmente explosiva, que un día, tarde o temprano, habrá que resolver definitivamente.