Larry y Elida Dimas no tenían gran cosa para empezar, y el huracán Irma los ha dejado aún peor.
La tormenta arrancó el tejado de la vieja casa rodante donde viven con sus gemelos de 18 años y destruyó otra que alquilaban a trabajadores migrantes en Immokalee, una de las poblaciones más pobres de Florida. Alguien del gobierno ya ha prometido ayuda, pero Dimas tiembla solo de pensar en aceptarla.
“No quiero la ayuda”, dijo Dimas, de 55 años. “Pero la necesito”.
Dimas es uno de los millones de habitantes de Florida que vive en la pobreza, muchos de los cuales han visto sus vidas trastocadas por Irma. Sus opciones, ya limitadas, se redujeron aún más cuando el huracán destruyó sus propiedades, aumentó sus gastos y les dejó sin trabajo.
En esta imagen del 11 de septiembre de 2017, Quintana y Liz Perez miran a la inundación ante su casa, tras el paso del huracán Irma por Immokalee, Florida, una de las localidades más pobres del estado. (AP Foto/Gerald Herbert).
Cerca de la casa de Dimas en Immokalee, al borde de los Everglades, el inmigrante haitiano Woodchy Darius, que asiste a la escuela secundaria local, debe decidir si regresa a clase cuando reabra la escuela o se dirige a los campos a recoger fruta cuando la tierra esté lo bastante seca para volver a trabajar.
“El alquiler son 375 dólares, y si no tengo el dinero nos echarán”, dijo Darius, de 17 años. Vive en un tosco edificio de apartamentos con suelos de concreto visto, puertas a prueba de ladrones y bloques de hormigón que lo hacen parecer más una cárcel que una casa.
La Oficina del Censo de Estados Unidos estima que unos 3,3 millones de personas viven en la pobreza en Florida, casi un 16% de los 20,6 millones de habitantes del estado. Para ellos, los parques de diversiones de Orlando o el club Mar-a-Lago que tiene en Palm Beach el presidente Donald Trump bien podrían estar en Marte.
Muchos trabajan por horas en restaurantes, gasolineras, hoteles, tiendas y otros negocios que se vieron obligados a cerrar durante días tras la tormenta, lo que les ha dejado sin ingresos. Otros son jornaleros o migrantes que ganan dinero al peso recogiendo cosechas que se venden en las tiendas de todo el país. Y otros son personas retiradas con ingresos fijos o subvenciones por discapacidad que ya estaban cortos de presupuesto antes de la tormenta.
Huir de Irma no era una opción para los que no tenían transporte para llegar a un refugio, no podían permitirse el combustible al norte y no podían arrendar una habitación de hotel. Los costes asociados con la limpieza o encontrar un lugar nuevo para vivir los han dejado más al límite que nunca.
Después del huracán, Gwen Bush tuvo problemas para encontrar un sitio donde dormir ante el avance de las aguas en torno a su casa.
Bush, trabajadora de seguridad del Amway Center en Orlando, no había trabajado en los días anteriores por la cancelación de conciertos y otros actos debido a la tormenta. No está claro cuándo reabrirá el recinto, y antes de la tormenta ya solo le quedaban 10 dólares.
“He pasado por algunos huracanes y algunas tormentas viviendo aquí, pero puedo prometer por mi vida que esta es la peor que he visto”, dijo Bush, de 50 años y que lleva toda su vida viviendo en Orlando. “¿Cómo se recupera uno de esto, de perder todas sus cosas?”.
David y Andrea sobreviven con subvenciones por discapacidad y viven en un velero que compraron hace años en eBay por 1.000 dólares. David Jewell, de 51 años, no se imagina viviendo en tierra.
Tras la tormenta, los Jewell durmieron en catres en el gimnasio de un centro comunitario en Jacksonville. Intentaron determinar si podían conseguir un nuevo bote si el suyo resulta destruido. Quizá, decidieron, podrían ahorrar en comida y encontrar otro barato con sus próximos cheques.
“No hay ninguna respuesta”, dijo, “así que supongo que tendré que improvisar”.
Más tarde recibieron la buena noticia de que su bote seguía flotando.
Para algunas personas pobres, al menos hay un lado bueno en la devastación.
Aura Gaspar, inmigrante guatemalteca, que cocinaba un estofado de pollo sobre una hoguera con ramitas ante su casa en Immokalee, calcula que la tormenta les ha costado unos 600 dólares. Tiene tres hijos en edad escolar a los que alimentar y un bebé de dos semanas.
Pero Gaspar señaló que su marido, Juan Francisco, ha conseguido un trabajo limpiando restos de la tormenta en la zona de Fort Myers y Naples. Necesitaba encontrar algo, explicó a través de un traductor, porque los preparativos de la tormenta les costaron casi el doble de los 320 dólares que gana su esposo a la semana.
“Tuvimos que preparar la casa para que pudiera protegernos”, dijo Gaspar, de 28 años.
Junto a su casa arruinada en Immokalee, Dimas intenta recuperarse, pero es difícil.
“Mucha gente trabaja. Trabajan duro aquí. No piden nada. Sólo van a trabajar, vuelven a casa y cuando pasa algo como esto, es.... No sé qué decir”, dijo el hombre, luchando por contener las lágrimas.
AP/Florida, EE.UU.
AP
Florida, EE.UU.
Larry y Elida Dimas no tenían gran cosa para empezar, y el huracán Irma los ha dejado aún peor.
La tormenta arrancó el tejado de la vieja casa rodante donde viven con sus gemelos de 18 años y destruyó otra que alquilaban a trabajadores migrantes en Immokalee, una de las poblaciones más pobres de Florida. Alguien del gobierno ya ha prometido ayuda, pero Dimas tiembla solo de pensar en aceptarla.
“No quiero la ayuda”, dijo Dimas, de 55 años. “Pero la necesito”.
Dimas es uno de los millones de habitantes de Florida que vive en la pobreza, muchos de los cuales han visto sus vidas trastocadas por Irma. Sus opciones, ya limitadas, se redujeron aún más cuando el huracán destruyó sus propiedades, aumentó sus gastos y les dejó sin trabajo.
En esta imagen del 11 de septiembre de 2017, Quintana y Liz Perez miran a la inundación ante su casa, tras el paso del huracán Irma por Immokalee, Florida, una de las localidades más pobres del estado. (AP Foto/Gerald Herbert).
Cerca de la casa de Dimas en Immokalee, al borde de los Everglades, el inmigrante haitiano Woodchy Darius, que asiste a la escuela secundaria local, debe decidir si regresa a clase cuando reabra la escuela o se dirige a los campos a recoger fruta cuando la tierra esté lo bastante seca para volver a trabajar.
“El alquiler son 375 dólares, y si no tengo el dinero nos echarán”, dijo Darius, de 17 años. Vive en un tosco edificio de apartamentos con suelos de concreto visto, puertas a prueba de ladrones y bloques de hormigón que lo hacen parecer más una cárcel que una casa.
La Oficina del Censo de Estados Unidos estima que unos 3,3 millones de personas viven en la pobreza en Florida, casi un 16% de los 20,6 millones de habitantes del estado. Para ellos, los parques de diversiones de Orlando o el club Mar-a-Lago que tiene en Palm Beach el presidente Donald Trump bien podrían estar en Marte.
Muchos trabajan por horas en restaurantes, gasolineras, hoteles, tiendas y otros negocios que se vieron obligados a cerrar durante días tras la tormenta, lo que les ha dejado sin ingresos. Otros son jornaleros o migrantes que ganan dinero al peso recogiendo cosechas que se venden en las tiendas de todo el país. Y otros son personas retiradas con ingresos fijos o subvenciones por discapacidad que ya estaban cortos de presupuesto antes de la tormenta.
Huir de Irma no era una opción para los que no tenían transporte para llegar a un refugio, no podían permitirse el combustible al norte y no podían arrendar una habitación de hotel. Los costes asociados con la limpieza o encontrar un lugar nuevo para vivir los han dejado más al límite que nunca.
Después del huracán, Gwen Bush tuvo problemas para encontrar un sitio donde dormir ante el avance de las aguas en torno a su casa.
Bush, trabajadora de seguridad del Amway Center en Orlando, no había trabajado en los días anteriores por la cancelación de conciertos y otros actos debido a la tormenta. No está claro cuándo reabrirá el recinto, y antes de la tormenta ya solo le quedaban 10 dólares.
“He pasado por algunos huracanes y algunas tormentas viviendo aquí, pero puedo prometer por mi vida que esta es la peor que he visto”, dijo Bush, de 50 años y que lleva toda su vida viviendo en Orlando. “¿Cómo se recupera uno de esto, de perder todas sus cosas?”.
David y Andrea sobreviven con subvenciones por discapacidad y viven en un velero que compraron hace años en eBay por 1.000 dólares. David Jewell, de 51 años, no se imagina viviendo en tierra.
Tras la tormenta, los Jewell durmieron en catres en el gimnasio de un centro comunitario en Jacksonville. Intentaron determinar si podían conseguir un nuevo bote si el suyo resulta destruido. Quizá, decidieron, podrían ahorrar en comida y encontrar otro barato con sus próximos cheques.
“No hay ninguna respuesta”, dijo, “así que supongo que tendré que improvisar”.
Más tarde recibieron la buena noticia de que su bote seguía flotando.
Para algunas personas pobres, al menos hay un lado bueno en la devastación.
Aura Gaspar, inmigrante guatemalteca, que cocinaba un estofado de pollo sobre una hoguera con ramitas ante su casa en Immokalee, calcula que la tormenta les ha costado unos 600 dólares. Tiene tres hijos en edad escolar a los que alimentar y un bebé de dos semanas.
Pero Gaspar señaló que su marido, Juan Francisco, ha conseguido un trabajo limpiando restos de la tormenta en la zona de Fort Myers y Naples. Necesitaba encontrar algo, explicó a través de un traductor, porque los preparativos de la tormenta les costaron casi el doble de los 320 dólares que gana su esposo a la semana.
“Tuvimos que preparar la casa para que pudiera protegernos”, dijo Gaspar, de 28 años.
Junto a su casa arruinada en Immokalee, Dimas intenta recuperarse, pero es difícil.
“Mucha gente trabaja. Trabajan duro aquí. No piden nada. Sólo van a trabajar, vuelven a casa y cuando pasa algo como esto, es.... No sé qué decir”, dijo el hombre, luchando por contener las lágrimas.
AP
Florida, EE.UU.
Larry y Elida Dimas no tenían gran cosa para empezar, y el huracán Irma los ha dejado aún peor.
La tormenta arrancó el tejado de la vieja casa rodante donde viven con sus gemelos de 18 años y destruyó otra que alquilaban a trabajadores migrantes en Immokalee, una de las poblaciones más pobres de Florida. Alguien del gobierno ya ha prometido ayuda, pero Dimas tiembla solo de pensar en aceptarla.
“No quiero la ayuda”, dijo Dimas, de 55 años. “Pero la necesito”.
Dimas es uno de los millones de habitantes de Florida que vive en la pobreza, muchos de los cuales han visto sus vidas trastocadas por Irma. Sus opciones, ya limitadas, se redujeron aún más cuando el huracán destruyó sus propiedades, aumentó sus gastos y les dejó sin trabajo.
En esta imagen del 11 de septiembre de 2017, Quintana y Liz Perez miran a la inundación ante su casa, tras el paso del huracán Irma por Immokalee, Florida, una de las localidades más pobres del estado. (AP Foto/Gerald Herbert).
Cerca de la casa de Dimas en Immokalee, al borde de los Everglades, el inmigrante haitiano Woodchy Darius, que asiste a la escuela secundaria local, debe decidir si regresa a clase cuando reabra la escuela o se dirige a los campos a recoger fruta cuando la tierra esté lo bastante seca para volver a trabajar.
“El alquiler son 375 dólares, y si no tengo el dinero nos echarán”, dijo Darius, de 17 años. Vive en un tosco edificio de apartamentos con suelos de concreto visto, puertas a prueba de ladrones y bloques de hormigón que lo hacen parecer más una cárcel que una casa.
La Oficina del Censo de Estados Unidos estima que unos 3,3 millones de personas viven en la pobreza en Florida, casi un 16% de los 20,6 millones de habitantes del estado. Para ellos, los parques de diversiones de Orlando o el club Mar-a-Lago que tiene en Palm Beach el presidente Donald Trump bien podrían estar en Marte.
Muchos trabajan por horas en restaurantes, gasolineras, hoteles, tiendas y otros negocios que se vieron obligados a cerrar durante días tras la tormenta, lo que les ha dejado sin ingresos. Otros son jornaleros o migrantes que ganan dinero al peso recogiendo cosechas que se venden en las tiendas de todo el país. Y otros son personas retiradas con ingresos fijos o subvenciones por discapacidad que ya estaban cortos de presupuesto antes de la tormenta.
Huir de Irma no era una opción para los que no tenían transporte para llegar a un refugio, no podían permitirse el combustible al norte y no podían arrendar una habitación de hotel. Los costes asociados con la limpieza o encontrar un lugar nuevo para vivir los han dejado más al límite que nunca.
Después del huracán, Gwen Bush tuvo problemas para encontrar un sitio donde dormir ante el avance de las aguas en torno a su casa.
Bush, trabajadora de seguridad del Amway Center en Orlando, no había trabajado en los días anteriores por la cancelación de conciertos y otros actos debido a la tormenta. No está claro cuándo reabrirá el recinto, y antes de la tormenta ya solo le quedaban 10 dólares.
“He pasado por algunos huracanes y algunas tormentas viviendo aquí, pero puedo prometer por mi vida que esta es la peor que he visto”, dijo Bush, de 50 años y que lleva toda su vida viviendo en Orlando. “¿Cómo se recupera uno de esto, de perder todas sus cosas?”.
David y Andrea sobreviven con subvenciones por discapacidad y viven en un velero que compraron hace años en eBay por 1.000 dólares. David Jewell, de 51 años, no se imagina viviendo en tierra.
Tras la tormenta, los Jewell durmieron en catres en el gimnasio de un centro comunitario en Jacksonville. Intentaron determinar si podían conseguir un nuevo bote si el suyo resulta destruido. Quizá, decidieron, podrían ahorrar en comida y encontrar otro barato con sus próximos cheques.
“No hay ninguna respuesta”, dijo, “así que supongo que tendré que improvisar”.
Más tarde recibieron la buena noticia de que su bote seguía flotando.
Para algunas personas pobres, al menos hay un lado bueno en la devastación.
Aura Gaspar, inmigrante guatemalteca, que cocinaba un estofado de pollo sobre una hoguera con ramitas ante su casa en Immokalee, calcula que la tormenta les ha costado unos 600 dólares. Tiene tres hijos en edad escolar a los que alimentar y un bebé de dos semanas.
Pero Gaspar señaló que su marido, Juan Francisco, ha conseguido un trabajo limpiando restos de la tormenta en la zona de Fort Myers y Naples. Necesitaba encontrar algo, explicó a través de un traductor, porque los preparativos de la tormenta les costaron casi el doble de los 320 dólares que gana su esposo a la semana.
“Tuvimos que preparar la casa para que pudiera protegernos”, dijo Gaspar, de 28 años.
Junto a su casa arruinada en Immokalee, Dimas intenta recuperarse, pero es difícil.
“Mucha gente trabaja. Trabajan duro aquí. No piden nada. Sólo van a trabajar, vuelven a casa y cuando pasa algo como esto, es.... No sé qué decir”, dijo el hombre, luchando por contener las lágrimas.