Por Dr. Yoel Cordoví Núñez*
Cuando el 28 de enero de 1853 nació José Martí, llegaba al mundo el hombre capaz, no solo de identificar con claridad meridiana las tareas históricas que debía atender la lucha por la liberación en Cuba a finales del siglo XIX, sino también de organizar y enrumbar la revolución.
Pero para el ideólogo, no podía vertebrarse proceso revolucionario alguno en los marcos coloniales sin la guerra, y esta era imposible sin unidad, al menos si se quería alcanzar la victoria.
En su quehacer político, la noción de unidad se revela como clave definitoria de la independencia de la Isla del colonialismo español, pero, al mismo tiempo, es comprendida como garante de su soberanía una vez constituida la república.
Para quien laboraba en época de emergencia del imperialismo estadounidense, quien vivió tres lustros en “el monstruo”, avizorando las tendencias expansionistas desde “sus entrañas”, la unidad en modo alguno podía constituir fórmula alcanzable para cubanos, sino para todo un subcontinente, “nuestra América”, amenazado por los intereses que se articulaban en torno a los voraces grupos de poder en Estados Unidos.
Nuestra América debía marchar unida en su integración como países, al tiempo que cada nación debía cuidar por aunar las voluntades de todos sus elementos constitutivos.
Para quien vivió en el contexto liberal de países como México, Guatemala, Venezuela y de los propios EE.UU., no sería difícil comprender que la obra revolucionaria debía atender el ordenamiento establecido en las sociedades latinoamericanas, evitando la marginación de grupos sociales, fuesen indios, negros o de cualquier etnia.
En un artículo publicado en México, el 5 de diciembre de 1876, titulado "Catecismo democrático", concluía Martí expresando: "La voluntad de todos pacíficamente expresada, he aquí el germen generador de las repúblicas".
¿Cómo llegar a esa república? Lo primero era expulsar a España mediante la lucha armada. Y para alcanzar tales propósitos se imponía la unidad de los cubanos.
Durante la Guerra de los Diez Años (1868-1878) estudió, desde su temprano exilio, las contradicciones y desavenencias entre el liderazgo político y militar que en gran medida llevaron al Pacto del Zanjón.
Luego presenció los factores que gravitaron sobre los rumbos inciertos de la Guerra Chiquita (1879-1880), el Programa de San Pedro Sula (1884-1886) y de cuantos esfuerzos revolucionarios se gestaron durante el período de entreguerras o “Tregua Fecunda”.
Un paso importante en el empeño de Martí por unir a las emigraciones tuvo lugar en el Templo Masónico de Nueva York en los últimos meses de 1887.
El 10 de octubre de ese año, en una reunión de emigrados se discutió el plan del brigadier Juan Fernández Ruz, encaminado a reiniciar la guerra en Cuba.
Aun cuando este primer intento aglutinador fracasara, fue de suma importancia la exhortación que realizara Martí, por encargo de la Comisión Ejecutiva del proyecto Ruz, a la fraccionada jefatura militar.
El documento, redactado el 16 de diciembre de 1887, lejos de implorar la ayuda de los veteranos para la contienda revolucionaria, constituyó un llamado, con toda la fuerza de la palabra que caracterizó a Martí, a reconocer los errores cometidos en el pasado, para de esa forma "levantar ante el país de una vez y en unión solemne con sus militares y su cuerpo de recursos todas las emigraciones".
Había que “unir cuanto tenemos de útil y de vivo”. Y en cada uno de sus discursos los 10 de octubre, en cada comparecencia ante los emigrados, dejaba el sostén organizativo y doctrinal de lo que fue el Partido Revolucionario Cubano, fundado el 10 de abril de 1892, punto culminante de un largo proceso de búsqueda de la unidad posible. Un partido que debía surgir de la unidad y para la unidad.
Los revolucionarios cubanos debían marchar juntos, en voluntad y pensamiento, para alcanzar su independencia.
Por su parte, los pueblos y gobiernos deberían estar conscientes de la trascendencia del movimiento que se gestaba para alcanzar la independencia de Cuba y de Puerto Rico.
No era la mera independencia de dos islas, sino “un mundo lo que estamos equilibrando”, para lo cual las Antillas desempeñaban un papel de primer orden. De ahí su sentencia: “Quien se levanta hoy con Cuba se levanta para todos los tiempos”.
Las épocas cambian, y con ellas los contextos, es cierto, pero también prevalecen tendencias que, lejos de desparecer, se definen y consolidan en el decurso del tiempo, con toda la carga de peligros que entrañan.
Las enseñanzas martianas rebasan los siglos. El único modo de enfrentar el espíritu absorbente de la “Roma americana”, la “codicia posible de un vecino fuerte”, es con la unidad de los pueblos bajo la bandera de la integración y del antiimperialismo, la misma fórmula que permitirá salvar y perfeccionar, en el caso de Cuba, un proyecto soberano y de justicia social autóctono.
*Especialista del Instituto de Historia de Cuba
(Tomado de la ACN)