Por Martha Gómez Ferrals
El 29 de mayo de 1934, la política injerencista de Estados Unidos respecto a Cuba dio otro paso infame: la transmutación de la Enmienda Platt, el apéndice impuesto por la potencia norteña a la primera Constitución de la República en 1901, que entró en vigor el 20 de mayo de 1902, para conculcar la libertad de la isla y subordinarla a sus intereses, en el llamado Tratado Permanente de Relaciones Recíprocas.
La derogación de la Enmienda Platt, anunciada con bombo y platillo fue entonces una suerte de trucaje, de gran artimaña, tal vez conveniente para intentar calmar los ánimos, al año siguiente de la conmoción nacional desatada por la marea popular revolucionaria que había derribado al tirano Gerardo Machado, el 12 de agosto.
Ya desde años antes reverdecía el patriotismo. Habían surgido y ganado fuerza organizaciones de lucha del pueblo cubano, en especial de los estudiantes y trabajadores, y era visible el auge del movimiento comunista y las ideas progresistas y marxistas en diversos sectores y enclaves geográficos.
Agraviado en su moral patriótica por la frustración de la independencia y la agudización de los problemas sociales, el pueblo cubano y sus sectores de avanzada querían cumplir el sueño de los padres fundadores.
Y aunque la gran burguesía criolla, entregada sin disimulos al amo del Norte, impedía la cristalización de esa gran revolución popular, se les ocurrió echar mano a la firma del nuevo Tratado, afianzador en definitiva de la dominación neocolonial. Poco les costaba pues no cambiarían nada.
La subordinación de la república cubana se había iniciado de facto incluso antes del nacimiento de la anhelada república, con la intervención militar imperialista en 1898, cuando ya los mambises estaban a punto de ganar la guerra independentista librada contra el coloniaje español por más de 30 años.
Las mentiras y las manipulaciones siempre estuvieron entre los métodos utilizados por los auto nombrados “buenos vecinos” a la hora de intervenir, incluso por la fuerza, en los asuntos ajenos y de pisotear los derechos de los pueblos.
Cuando ya el apéndice de la Enmienda Platt le resultaba inútil, pues tenía todos los derechos sobre Cuba a la carta y de la manera más expedita, creó la farsa de la derogación.
Hay que reconocer que para los cubanos, aun para los que no estuvieron engañados acerca del poco valor real que esto tenía, representó un alivio que se borrara de su Constitución la horrible mancha.
Un alivio simbólico, ciertamente, pero lo era. Y desde luego, no se lo atribuyó a la buena fe del emisor, sino a la vertical lucha política del pueblo, que en efecto había presionado de alguna manera.
Como se sabe, la base militar de Guantánamo, surgida a tenor de lo estipulado en la Enmienda Platt sobre la creación de bases carboneras, más tarde navales, siguió siendo de Estados Unidos y hoy su enclave es un territorio ocupado ilegalmente por esa nación en contra de la voluntad abierta y proclamada del pueblo cubano.
En 1934 supuestamente se dejaron sin efectos los artículos de la Enmienda famosa que estipulaban el derecho de intervención de Estados Unidos en el momento que así lo considerara.
Hoy se sabe, y sobran las evidencias, que eso no significaba absolutamente nada y no corresponde a la verdad histórica.
Y ya se conoce que la potencia imperialista, como lo hizo con Cuba en 1898 y luego lo ha venido realizando en la región y otras partes del mundo, llegó hace mucho tiempo al punto en que no necesita la autorización de Tratados, de la comunidad internacional e incluso hoy, de Naciones Unidas, para agredir, bombardear e intervenir por la fuerza a la nación que decida.
En resumen, el Tratado o Convenio del infausto año 34 disfrazaba la forma de dominación. Lo esencial se mantuvo como lo refrendado en el Artículo II, que puntualizaba: "todos los actos realizados en nuestro territorio por los Estados Unidos (...) han sido ratificados y tenidos como válidos; y todos los derechos legalmente adquiridos a virtud de esos actos serán mantenidos y protegidos (...)"
Carlos Mendieta, el sumiso “gobernante” cubano de la etapa (1934-1935), ayudado por la figura tenebrosa del militar Fulgencio Batista, que ya aparecía por desgracia en la política cubana, ayudó a configurar el montaje, junto al embajador estadounidense Jefferson Caffery.
La existencia del tratado también aseguraba que si cambiaba la Carta Magna, como en efecto ocurrió pocos años después en 1940, la subordinación de la nación a los designios imperiales de manera “oficial” estuviera garantizada.
La Constitución del 40 fue progresista y refrendó enfoques en pro de la igualdad, la justicia social, la abolición del latifundio y la reforma Agraria. Las esperanzas generadas por una Ley de Leyes tan avanzada como aquella fueron frustradas por los gobernantes de turno y en especial a partir del brutal golpe de estado perpetrado por Fulgencio Batista el 10 de marzo de 1952.
Como el tristemente célebre Gerardo Machado, Batista desató una sangrienta dictadura que tronchó la vida de miles de jóvenes cubanos, combatientes, líderes, y agudizó problemas sociales como el hambre, el desempleo, la insalubridad, el analfabetismo, la pobreza extrema y el subdesarrollo.
Toda esa masacre y luto de la nación ocurrían bajo el protectorado, o mejor aún, con el asesoramiento, de la nación que hoy pretende erigirse como paladín de la democracia y los derechos humanos, también de la libertad.
Semejante irrespeto a la memoria de los cubanos e incluso a la de otras naciones de América, no debe permitirse. No hay que olvidar y hay que luchar contra la desmemoria.
Los trucajes de la Enmienda Platt impuesta a Cuba estuvieron en el comienzo de la dominación imperial a América Latina, pero el intervencionismo, el guerrerismo y la agresividad no cesan. La lección sigue viva. (Tomado de la ACN)