por Madeleine Sautié
Como la palabra que emitimos o la apariencia personal que mostramos, también lo que colgamos en nuestras casas o autos habla de quienes somos.
Por suerte, no es demasiado difícil reconocer en esas insinuaciones de qué persona se trata. Si sabemos leer esos detalles no es preciso ahondar dentro de los otros para estar al menos cerca de la verdad.
En esto, y en otras cuestiones que en breve refiero, pensaba mientras llegaba al trabajo, después de ver con total desfachatez, tal vez demasiado cerca, un cartel que (des)«animaba» el cristal trasero de un almendrón recién pintado: «Kimba pa’ que suene».
Para muchos el asunto no es noticia. La repulsiva frase tiene hasta música en la conciencia de mucha gente, unos porque la disfrutan y repiten, en el «tema» que alguien halló «genial»; otros, porque a fuerza de imposiciones en sitios donde se ha promovido, han tenido que oírla y finalmente saber que existe. Pero ni siquiera ese es el asunto.
Junto a este «engendro» lingüístico, otros anuncios ganan espacio en sitios o autos, particulares en su mayoría, —pues no puede decirse que tamaña indecencia solo tenga lugar en propiedades privadas— y diseminan como polvo de estrellas groserías tan soberbias como: «Alante no montan viejas» o «Me gusta la cerveza fría y las mujeres calientes», por solo citar algunas.
La vulgaridad, que ofende tanto o más que un salivazo o una bofetada, no debería estar permitida. Algunos pensarán que deliro. ¡Cómo controlar que la gente sea o no vulgar! ¿A quién hay que llamar para que impida actitudes que laceran el alma de la decencia, como si siendo más agresivas, fueran necesariamente más fuertes? Las respuestas tentativas podrían aparecer a borbotones. La escuela, los medios, ¡la policía!… Pero el rollo tiene más vueltas.
Cierto que cada cual tiene el derecho a vivir y experimentar su existencia del modo en que elija comportarse, pero hasta para eso hay límites. No basta que pensemos, horrorizados, los que sufrimos tamañas obscenidades que quienes comparten estos mensajes, parecen no tener madres, hermanas ni hijas.
No será suficiente saber que la cultura de un pueblo instruido como el nuestro, sabrá decantar, depurar, distinguir… y que quedará para la chusma —dígase la crema y nata de los bastos— el estilo de vida y de pensamiento que tanto nos choca. ¡No!
Si alguien opta por vivir de espaldas al escrúpulo —dicho sea de paso, muy a pesar de lo que procura la sociedad cubana para cada uno de sus hijos— no hay mucho que se pueda hacer. Cada persona es un mundo. Pero sí no debe permitírsele a nadie que pulverice a diestra y siniestra su desvergüenza por la ciudad y eche por la borda el respeto que se les debe a los ciudadanos.
No solo es importante velar porque el espejo de los carros permita la visibilidad de otros vehículos. También es necesario que no sean repisa de perversiones, que lastiman a quienes no las comparten y hasta agrietan la educación que otros bien distintos les dan a sus críos.
Ver que la insolencia campea por su respeto y virar la cara para estar a salvo es como votar en su favor. No puede haber luz verde para quienes con total impunidad ensucian el espíritu de la ciudad y pretenden hacer ver que tiene aceptación la ofensa que sus letras inspira. No sé si tendrá que ser o no cuestión de leyes, pero sí de erradicar a cualquier costo una «promoción» de espanto que debe hallar desde ya el acceso prohibido.
(Granma)