Salvador Allende: un recordatorio y una enseñanza

Editado por Bárbara Gómez
2018-09-07 19:45:00

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Una de las últimas imágenes tomadas al Presidente Salvador Allende por su fotógrafo oficial, Luis Orlando Lagos.

Por: Atilio A. Boron

Si miramos el panorama actual de América Latina y el Caribe veremos que poco o nada ha cambiado. Por eso es necesario volver a estudiar minuciosamente lo ocurrido en el Chile de Allende.

Días atrás, el 4 de Septiembre, para ser más precisos, se cumplieron 48 años del triunfo de Salvador Allende en las elecciones presidenciales de Chile de 1970.

Con el paso de los años se comprueba, con dolor, que su figura no ha cosechado la valoración que se merece mismo dentro de algunos sectores de la izquierda, dentro y fuera de Chile. En vez de honrar la figura del presidente-mártir y su obra muchos se plegaron irreflexiblemente a las críticas que el consenso neoliberal dominante formuló a su gestión, sin ofrecer un análisis alternativo que tuviese en cuenta las dificilísimas, extremadamente adversas condiciones que rodearon su acceso a La Moneda y toda su labor de gobierno.

Una de las últimas imágenes tomadas al Presidente Salvador Allende por su fotógrafo oficial, Luis Orlando Lagos. La instantánea ganó el premio World Press Photo of the Year, en 1973, y fue incluida por la revista Time en su lista de las 100 imágenes más influyentes de la Historia.

El advenimiento de la “democracia de baja intensidad” en el Chile pos-Pinochet —producto de una sobrevaluada transición cuyas limitaciones económicas, sociales y políticas son hoy evidentes—  corrigió sólo en parte la subestimación que había sufrido la figura de Allende y el gobierno de la Unidad Popular.

No obstante, luego de casi treinta años de una decepcionante transición que acentuó las inequidades de la sociedad chilena y su dependencia externa las cosas comienzan a cambiar y, afortunadamente, se notan numerosas tentativas de revalorizar su fértil legado.  

Se trata de un acto de estricta justicia porque, como lo hemos manifestado en más de una ocasión, Allende fue el precursor del “ciclo de izquierda” que conmovió América Latina (y el sistema interamericano) hasta sus cimientos a partir de finales del siglo pasado.

Las experiencias vividas en Venezuela con Hugo Chávez, en Ecuador con Rafael Correa, en Bolivia con Evo Morales en donde se recuperaron los recursos naturales, tienen en el Gobierno de Allende un luminoso precedente en la nacionalización de la gran minería del cobre en manos de oligopolios norteamericanos, en la nacionalización de la banca, la expropiación de los principales conglomerados industriales y la reforma agraria.

Teniendo en cuenta las condiciones de esa época, comienzos de los años setenta, lo que hizo el Gobierno de la UP fue una proeza en un país rodeado de dictaduras de derecha y atacado con saña por Estados Unidos.

De estricta justicia, decíamos, porque Allende fue un hombre extraordinario de Nuestra América. Un socialista sin renuncios, un antiimperialista sin concesiones, un latinoamericanista ejemplar. Cuando Cuba padecía de un aislamiento casi completo y el Che iniciaba su última campaña en Bolivia, Allende asumió nada menos que la presidencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) para apoyar a la Isla rebelde y al Comandante Heroico.

Era por entonces Senador por su partido y fueron muchas las voces que se alzaron para reprocharle por su incondicional apoyo a la isla caribeña y a la insurgencia que brotaba no sólo en Bolivia de la mano del Che sino en casi toda América Latina.

Yo vivía en Chile en esos años y fui testigo de la campaña de difamaciones, agresiones, insultos y escarnio que se descargó en su contra. El diario El Mercurio, una de las expresiones más indignas del periodismo latinoamericano —en realidad, no es periodismo sino propaganda y nada más— lo atacaba a diario en sus páginas políticas y en sus opiniones editoriales, invariablemente acompañadas por una caricatura que reproducía al líder socialista en la carta del rey (K) en el naipe de póquer, la mitad superior empuñando una metralleta y sosteniendo en sus manos la campana de Senado en la mitad inferior.

El mensaje era clarísimo: Allende no era sino un guerrillero castrista que se había puesto la piel de cordero de un demócrata y que desde su posición en el Senado engañaba a chilenas y chilenos.

Este también era el diagnóstico de la CIA, que detectó tempranamente el peligro que su figura representaba para los intereses de Estados Unidos. En la campaña presidencial de 1964 la agencia había movilizado grandes recursos para impedir el posible triunfo de la coalición de izquierda que lo postulaba para el cargo.

Documentos recientemente desclasificados demuestran que destinó para tales fines 2.6 millones de dólares para financiar la campaña de Eduardo Frei, paladín de la Democracia Cristiana y la malhadada “Revolución en Libertad” que se proponía como la alternativa a la Revolución Cubana.

Y otros 3 millones para financiar una campaña de terror en donde la figura del dirigente socialista era presentada como la de un monstruo que enviaría niños chilenos a estudiar a Cuba o a la URSS y acusaciones por el estilo. En total, unos 45 millones de dólares si los computamos a su valor actual.

De lo anterior se desprende con meridiana claridad las razones por las que Washington se opuso desde la noche misma del 4 de Septiembre de 1970 a la posibilidad de que Allende asumiera la presidencia de la República. Había triunfado en la elección popular pero al no alcanzar la mayoría absoluta necesitaba ser ratificado como presidente por el voto del Congreso Pleno.

Su victoria era un resultado inaceptable en plena contraofensiva imperial, y el dinero invertido para frustrar la llegada de Allende a La Moneda fue mucho mayor que el canalizado para la anterior elección, aunque todavía no hay un consenso acerca de la cifra exacta. Estados Unidos se encaminaba hacia una derrota inapelable en Vietnam y había saturado el continente con dictaduras militares.

Lo de Allende era un grito de guerra contra el imperio y para Washington esto era totalmente inadmisible. Había que acabar con él de cualquier manera.

Según la documentación de la CIA, el 15 de Septiembre de 1970, pocos días después de las elecciones, el Presidente Richard Nixon convocó a su despacho a Henry Kissinger, Consejero de Seguridad Nacional; a Richard Helms, Director de la CIA y a William Colby, su Director Adjunto, y al Fiscal General John Mitchell a una reunión en la Oficina Oval de la Casa Blanca para elaborar la política a seguir en relación a las malas nuevas procedentes desde Chile.

En sus notas Colby escribió que “Nixon estaba furioso” porque estaba convencido que una presidencia de Allende potenciaría la diseminación de la revolución comunista pregonada por Fidel Castro no sólo a Chile sino al resto de América Latina. En esa reunión propuso impedir que Allende fuese ratificado por el Congreso y que inaugurara su presidencia.

El mensaje tomado por Helms, a su vez, expresaba con claridad la visceral mezcla de odio y rabia que el triunfo de Allende provocaba en un personaje de la calaña de Nixon. Según Helms, sus instrucciones fueron las siguientes: “una chance en 10, tal vez, pero salven a Chile”; “vale la pena el gasto”; “no involucrar a la embajada”; “no preocuparse por los riesgos implicados en la operación”; “destinar 10 millones de dólares para comenzar, y más si es necesario hacer un trabajo de tiempo completo.”; “Mandemos los mejores hombres que tengamos.”; “En lo inmediato, hagan que la economía grite. Ni una tuerca ni un tornillo para Chile;” “En 48 horas quiero un plan de acción.”

Y eso fue lo que ocurrió, desde el asesinato del general constitucionalista René Schneider hasta el reclutamiento de grupos paramilitares cuyas acciones terroristas eran adjudicadas a fantasmales brigadas de izquierda, mismas que la prensa canalla de la época, con El Mercurio a la cabeza, propagaba con fervor para alimentar la creencia de que el triunfo de la Unidad Popular era sinónimo de caos, destrucción y muerte en Chile.

Pero la intervención de Estados Unidos contemplaba también presiones diplomáticas, el desabastecimiento programado de artículos de primera necesidad para fomentar el malhumor de la población, la organización de sectores medios para luchar contra el gobierno (caso del gremio de camioneros, entre los más importantes) y la canalización de enormes recursos para financiar a los revoltosos y atraer a la oficialidad militar a la causa del golpe.

Si miramos el panorama actual de América Latina y el Caribe veremos que poco o nada ha cambiado. Por eso es necesario volver a estudiar minuciosamente lo ocurrido en el Chile de Allende.

La actuación del imperialismo en los países de Nuestra América, y especialmente en la vanguardia formada por los países del ALBA-TCP, no difiere hoy de los mismos lineamientos que la CIA y las otras agencias del gobierno estadounidenses aplicaron con brutal salvajismo en el Chile de Allende.

Sería ingenuo pensar que hoy, en la Oficina Oval de la Casa Blanca, Donald Trump convoque a sus asesores para elaborar estrategias políticas distintas a las utilizadas para derrocar y causar la muerte de Allende.

El manual de operaciones de la CIA y otras agencias de inteligencia del gobierno de Estados Unidos para hacer frente a las resistencias que se alzan en contra del imperialismo y para derrocar gobiernos dignos, que no se arrodillan ante el mandato de la Casa Blanca, no ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años. Esto es verdad, como lo estamos viendo en los casos de Venezuela y Nicaragua.

Informaciones incuestionables demuestran la estrecha vinculación entre los liderazgos de la oposición en esos dos países y los más sórdidos representantes de la derecha neofascista en Estados Unidos. Lo de la oposición venezolana es ya harto conocido. Pero datos muy recientes demuestran también la íntima vinculación existente entre los radicalizados opositores de Daniel Ortega y los organismos de inteligencia y fuentes financieras de la derecha en Washington.

Que quienes se oponen al sandinismo no tengan empacho alguno en fotografiarse con personajes tan impresentables desde el punto de vista de la democracia como Ted Cruz, Marco Rubio e Ileana Ros-Lehtinen, personeros de la mafia anticastrista de Miami, arroja un baldón insanable sobre los supuestos demócratas nicaragüenses.

Si realmente quisieran la democracia en su país, como propalan a los gritos, jamás deberían haber acudido a la madriguera de aquellos terroristas amparados por el Congreso y por sucesivos gobiernos de Estados Unidos.

Como lo decía el canto de Violeta Parra, “el león es sanguinario en toda generación.” El imperio no cambia. En su inexorable proceso de decadencia y descomposición se tornará cada vez más violento y criminal.

Hoy, a casi medio siglo de la gran jornada que iniciara Chile de la mano de Salvador Allende no olvidemos las lecciones que nos deja su paso por el gobierno y no bajemos la guardia -¡ni por un segundo!- ante tan perverso e incorregible enemigo, cualesquiera sean sus gestos, retóricas o personajes que lo representen.

Y tengamos en cuenta que aquellos que acuden a la Roma americana para buscar apoyo diplomático, cobertura mediática, dinero y armas para derrocar a sus gobiernos jamás podrán dar nacimiento a algo bueno en sus países.



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