A pesar de las complejidades de la vida diaria, las reglas de nuestro universo parecen reconfortantemente simples.
El agua de un arroyo siempre fluye montaña abajo, la piedra que tiras desde la orilla siempre cae siguiendo una curva predecible.
Pero cuando los científicos se pusieron a fisgonear entre los minúsculos bloques elementales de la materia, toda certitud se esfumo.
Encontraron el extraño mundo de la mecánica cuántica.
En lo profundo de todo lo que vemos a nuestro alrededor, encontramos un universo completamente distinto al nuestro.
Parafraseando a uno de los fundadores de la mecánica cuántica, lo que llamamos real está hecho de cosas que no podemos considerar reales.
Hace unos 100 años, varios de los más grandes científicos entraron en un mundo extraño y encontraron que en el reino de lo diminuto, las cosas pueden estar en dos lugares al mismo tiempo, que sus destinos los dicta el azar; es una dimensión en la que la realidad desafía al sentido común.
Se enfrentaron con una posibilidad aterradora: la de que todo lo que pensábamos que sabíamos sobre el mundo podía ser completamente errado.
La historia de nuestro descenso al delirio científico empezó con un objeto muy improbable.
Alemania era un nuevo país, recientemente unificado y ansioso por industrializarse.
Varias firmas de ingeniería fueron fundadas y gastaron millones en la compra de la patente europea del nuevo invento de Thomas Edison: la bombilla de luz.
Era el epítome de la tecnología moderna y un gran símbolo optimista de progreso.
Las compañías de ingeniería sabían que podían ganar fortunas encargándose de iluminar las calles del nuevo Imperio alemán.
Lo que no anticiparon fue que además iban a desatar una revolución científica.
Aunque parezca raro, ese humilde objeto fue el responsable del nacimiento de una de las teoría más importante de toda la ciencia: la de la mecánica cuántica.
¿Cómo?
El foco de luz presentaba un problema extraño.
Los ingenieros sabían que si calentabas el filamento con electricidad, brillaba.
Pero no sabían por qué.
Algo tan básico como la relación entre la temperatura del filamento y el color de la luz que produce era un misterio total.
Un misterio que obviamente deseaban resolver. Y, con la ayuda del nuevo Estado alemán, vieron cómo ganarle la carrera a la competencia.
En 1887, el gobierno alemán invirtió millones en un nuevo instituto de investigación técnica en Berlín, el Physikalisch-Technische Reichsanstalt, o PTR.
Luego, en 1900, contrataron a un científico brillante, aunque algo puritano, para que trabajara ahí.
Su nombre era Max Planck.
Planck se propuso resolver el aparentemente simple problema del cambio del color del filamento con la temperatura.
Para investigar, Planck y su equipo hicieron un tubo especial que podían calentar a temperaturas muy precisas junto con un dispositivo que medía el color o frecuencia de la luz que producía.
A medida que aumentaba la temperatura, los colores cambiaban:
A 841º centígrados, la luz era de color rojo anaranjado.
A 2.000º, el color era más brillante y blanco.
Para producir ese color se necesitaban, comprobaron, 40 kilovatios.
Pero algo les llamó la atención: aunque la luz era más que blanca, era rojo-blanca, casi no tenía azul.
¿Por qué era tan difícil conseguir que llegara a azul? Y más allá del azul en el espectro, la llamada luz ultravioleta casi no se produce.
Ni siquiera una estrella como el Sol, que arde a 5.500º centígrados, produce tanta luz ultravioleta como uno pensaría dada su temperatura.
Esa extraordinaria falta de sentido dejó a los científicos de finales del siglo XIX tan perplejos que le dieron un nombre muy dramático.
Lo llamaron: la catástrofe ultravioleta.
Planck dio un primer paso crucial para resolverla.
Encontró el vínculo matemático preciso entre el color de la luz, su frecuencia y su energía, aunque no entendió la conexión.
No obstante fue otra extraña anomalía la que puso al gato en el palomar.
A finales del siglo XIX, los científicos estaban estudiando las entonces recién descubiertas ondas de radio y la manera en la que se transmitían.
Para hacerlo, construían artilugios con discos giratorios que podían generar alto voltaje que hacía que saltaran chispas entre dos esferas de metal.
Al hacerlo, descubrieron algo inesperado relacionado con la luz.
Si dirigían una luz poderosa para que iluminara las esferas, las chispas brincaban con más facilidad.
Eso indicaba que había una conexión misteriosa e inexplicada entre la luz y la electricidad.
Más que eso, la conexión era con la luz azul y ultravioleta, no la roja.
Este nuevo rompecabezas recibió el nombre de efecto fotoeléctrico y junto a la catástrofe ultravioleta se convirtieron en serios problemas para los físicos, pues ninguno podía resolverse con lo más avanzado de la ciencia de la época.
¿Cómo podía ser que la intensa luz roja no pudiera hacer lo que la débil ultravioleta lograba en segundos?
Para resolver el problema alguien tendría que pensar lo impensable y, en 1905, alguien lo pensó.
Ese alguien fue Albert Einstein.
Lo que sugirió fue revolucionario y hasta herético.
Argumentó que había que olvidarse de la idea de que la luz era una onda y pensarla como un flujo de partículas.
El término que usó para denominar a esas partículas de luz fue cuanto (del latín quantum, que significa cantidad).
Aunque la palabra no era nueva, la idea de que la luz pudiera ser un "cuanto" era más que excéntrica.
No obstante, fue siguiendo esa herética línea de pensamiento hasta su conclusión lógica que se solucionaron todos los problemas con la luz.
De acuerdo con la propuesta de Einstein, cada partícula de luz roja tiene poca energía pues su frecuencia es baja. Lo contrario ocurre con la luz ultravioleta.
Era por eso que, en el efecto fotoeléctrico, la ultravioleta era la que tenía fuerza para cambiar lo que ocurría con la electricidad.
Y era por eso que, en la "catástrofe ultravioleta", el foco no brillaba con luz azul ni ultravioleta porque requería mucha más energía para poder hacerlo.
"Ese momento al principio del siglo XX marcó una revolución genuina pues demostró que la Física tenía que ser abordada de una manera completamente nueva", señala el historiador de ciencia y físico, Graham Farmelo.
"La Física -añade- nunca se recuperó de ese momento en el sentido de que está construida sobre la base de ese momento. Ahí fue cuando la Física moderna realmente empezó".
Fue así que una sencilla pregunta -cómo funciona las bombillas de luz- llevó a los científicos hacia las profundidades del funcionamiento escondido de la materia, a explorar los componentes subatómicos de nuestro mundo y a descubrir fenómenos hasta entonces inauditos.
Fue así como se abrieron las puertas de la física cuántica.
Científicos llegarían a proponer teorías tan extrañas que uno de ellos, el brillante Neils Bohr llegó a decir que si a alguien no lo confundía la mecánica cuántica, seguramente no la había entendido.
Y eso que fueron él y sus colegas quienes crearon la mecánica cuántica, una loca teoría de la luz y la materia que acoge la contradicción y no le importa que es casi imposible de entender.
Una ciencia que argumentaba cosas tan inusitadas como que uno nunca puede saber dónde está un electrón hasta que lo mide, y no es sólo que no sabes dónde está, sino que es más bien como si el electrón estuviera en todas partes al mismo tiempo.
Pero quien abrió las puertas a este mundo, Albert Einstein, poco después le incomodó el camino que había tomado.
Einstein odiaba la idea de que la naturaleza, en su nivel más fundamental, estuviera gobernada por el azar.
Tampoco le gustaba que le pusiera límite al saber.
Estaba convencido de que tenía que haber una teoría subyacente mejor y hasta la propuso.
Durante años Einstein y Bohr discutieron apasionadamente sobre si la mecánica cuántica implicaba renunciar a la realidad o no.
Y murieron dejando ese interrogante.