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La Habana, 27 ene (RHC) La mayor parte de las antorchas que hoy en la noche bajarán, prendidas, la escalinata de la Universidad de La Habana, y de las que cruzarán otras calles en el país, fueron construidas por niños y niñas y por sus padres y madres. En esas antorchas está la metáfora de mucho de lo que somos como nación.
Ahí aguardan por ser prendidas: las hay largas, pequeñas, delicadas, consistentes, reforzadas, algunas con mucho brillo y hasta papeles de colores en torno al palo de agarre, las que aparecieron con el mango de plástico, las de latas de hierro, las de aluminio, las que se engancharon con una o dos puntillas y un alambre, las que apenas con un tornillo, las que al primer zarandeo ya han perdido la «cabeza», las de un palo cualquiera de la mata más común y añeja del parque más cercano.
Las que se hicieron con apuro, las que ya llevaban días esperando en un rincón para ser entregadas, las que quedaron mejor de lo que se había pensado, porque una antorcha, la verdad sea dicha, no se hace ni se levanta todas las noches.
Ahora mismo hay más de 20 000 antorchas en un rincón abierto de la Universidad de La Habana, y muchas más en otros lugares, y ninguna se parece. Paradójicamente, esta noche, todas serán casi lo mismo.
Eduardo Galeano, en uno de sus minicuentos más recordados y repetidos, hablaba de que la humanidad es un mar de fueguitos. Las noches del 27 de enero, en La Habana y en muchas partes de Cuba, podrían confundirse con eso, pero no sería exacto. Mejor hablar de un río, de un torrente que se desprende impredeciblemente en nuestros inviernos, con significados posibles que nadie se atrevería a enclaustrar.
No es lo mismo hablar de fuegos que de antorchas. Las unas casi siempre persisten previo, durante y después de la llama. Habrá antorchas que se prenderán antes de tiempo y se apagarán más rápido, antorchas que entonces quedarán a medio camino, relegadas al contén, antorchas que vuelvan a insistir en prenderse, antorchas que se acerquen para brindar su fuego y se besen, una con otra, hasta que las dos se enciendan por igual.
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Habrá gente que bajará sin antorcha, porque la liturgia de esta peregrinación implica más que –literalmente– el fuego.
La marcha de las antorchas, la de las veinte mil y una antorchas distintas, es para muchas cosas al mismo tiempo: para dialogar con curiosos, para demostrar el poder incalculable y revolucionario de la belleza, para volver a vernos, para cantar, para pensar en cómo ese canto y ese fuego se transforman al día siguiente en más bienestar, más derechos, más igualdad, más justicia, más creación, menos soledad, menos tristeza, más fuerza, más valor, más cabeza, más pecho limpio, abierto y sincero, menos basura, literal y metafóricamente hablando, más lucha, más Martí y más Patria.
La marcha es para regresar la vista y te resquebraje un escalofrío ante la imagen del fuego que viene, que está, de la multiplicidad de gentes y antorchas que lo sostienen desde lo oscuro; o quizá solo para ir pasando y encontrar abandonada, aún humeante, una antorcha carpinteada por un niño, recogerla del contén y tratar, como loco o loca, que se vuelva a prender, en un ejercicio bastante parecido al acto mundano, precioso, potente y salvador de un beso. (Fuente: Granma)