por Diana Castaños
Mi familia se ha pasado la vida esforzándose porque yo sea lo más normal posible. A estas alturas, ya debían haber perdido un poco de fuerza en su empeño y haber asumido que soy la oveja verde de la camada familiar.
No obstante, a cada rato veo esfuerzos aislados por someterme a los cánones de la normalidad.
¿Que qué consideran ellos por normal y qué no? Bueno, no les gusta cuando camino descalza y de madrugada por Quinta Avenida. Ni cuando escribo poemas sobre grifos torcidos. Ni que esté soltera y en celibato. Para ellos, debería estar reuniendo dinero para comprar culeros desechables desde hace mucho tiempo, y eso de caminar descalza, ¡uy, solo bajo la ducha!
Ayer el esfuerzo se volcó, una vez más, en buscarme pareja. Les cuento:
Fui a comer a casa de mis padres, pensé que sería una cena más entre tantas, inocente yo… Cuando llegué, me estaba esperando sentado a la mesa un muchacho judío, hijo de unas amistades de toda la vida de mis padres, al que me presentaron como la gran octava maravilla del mundo. Se lo juro: estuvieron como dos horas contaditas por mi reloj emocional hablándome de las cualidades intelectuales del muchacho, que si había acabado de llegar de una maestría en la Sorbona, que si era pianista con dotes histriónicas. Puede ser que hasta le hicieran subirse la camisa para que yo pudiera admirar los «cuadritos» de su abdomen.
Resultó que este muchacho había viajado todo el mundo y conocía la Fuente de Trevi, donde una vez se bañó Anita Ekberg (ya saben, la de la película La Dolce Vita, de Fellini); había dado clases de masaje shiatsu en Argentina, e incluso había pasado cierto tiempo trabajando en Alaska. La casa que se mandó a hacer en La Habana, me comentó enseguida, estaba equipada con lo mejor de la tecnología del mundo en diseño del hogar.
—No me digas —pronuncié, impertinente—, seguro las luces no se apagan y encienden con interruptores en la pared, sino a golpe de palmaditas.
—Así mismo es —parecía sorprendido de mis conocimientos sobre el tema—, das par de palmadas y lo mismo las enciendes, que las apagas.
Ahí mis padres no perdieron la oportunidad de comentar cuán preparada yo estaba, que si un diplomado en Madrid, que si par de idiomas, artista marcial, bla bla.
A lo mejor el judío —quién sabe— hubiera preferido menos parafernalia y más cultura en cómo prepararle su comida, pensé, porque noté, en ese momento de la noche, que él no había probado bocado.
—¿Es porque no es comida kósher? —quise saber.
—No, qué va. No soy ese tipo de judíos; no sigo mi religión al pie de la letra.
—Entonces… ¿No te gusta el congrí con pescado canciller y yuca con mojo?
—Es que… no como pescado. Cuando lo hago, siempre pienso que ese pescado fue el hijo de alguien.
Sentí de repente cómo la noche se ponía interesante.
—¿Hijo de… otro pescado? —atiné a decir.
—Por supuesto —su lógica era incuestionable.
Mis padres, que son los dos hijos de campesinos cuyos sueños apenas alcanzan la descendencia y las estaciones, miraron a su gran octava maravilla como quien ve a un elefante en una cristalería. Pero solo fue un segundo.
Enseguida retiraron todo el pescado de la mesa, fueron al refrigerador y prepararon de la nada par de platos con abundante ensalada y con ceviche de pulpo (sin pulpo, que dejaron en la cocina, por el aquello de que el pulpo servido era hijo de otro pulpo, ya saben).
Resultó que el judío tampoco probó la ensalada.
—¿No comes vegetales? —le pregunté.
—Es que las plantas… —explicó— tienen personalidad… y estas de aquí —señaló a un preparado de lechuga, acelga y zanahorias— no estaban emocionalmente listas para ser comidas.
Ahí el judío se dedicó a contarnos lo que comía y lo que no, los granos que sufrían con la cocción y a los que esta les era indiferente. Yo, sinceramente, no le presté mucha atención a él, sino a mis padres. Su gran octava maravilla del mundo se les había desmoronado. Como me dijo mi mamá después de la cena de esa noche:
—Queríamos presentarte a alguien normal y terminamos encontrando otra ovejita verde. ¿Quién lo hubiera pensado?
—Bueno, mami —intenté tranquilizarla—, cada oveja encuentra su pareja más tarde o más temprano. Si no es una verde, será de otro color.
Pero mi mamá movió, negando, la cabeza. Suspiró medio resignada, y marcó en el teléfono el número de los padres del muchacho judío, para contarles lo agradable que había sido la cena con su hijo.
(CubaSí)