Por Orlando Carrió
Eugenio Collado Hernández, el popular Hombre Orquesta, es durante las décadas del cuarenta y el cincuenta del recién concluido siglo una suerte de símbolo de los vagabundos habaneros.
En cualquier esquina, avenida o parque se le ve con sus instrumentos artesanales, haciendo música a su modo, sudoroso y con esa mueca agridulce de quienes viven de la limosna. "Señores… señores… ¡apoyen al artista cubano!" —reclama carente de casi todo, pero con una fe ciega en su buena estrella, la cual nunca han podido eclipsar los imitadores que llegarán después.
El 'profesor Collado', como lo llaman los amigos de la ironía, vive una infancia prestada, mercenaria y carente de amor. Nace en Viñales, en 1912, en el seno de una familia campesina muy raída: su padre, excombatiente del Ejército Libertador, termina ganándose la vida como sepulturero, y su madre, veterana mensajera de los revolucionarios, solo atina a reunir unos centavos como partera.
Hay nueve hijos que alimentar y ninguna perspectiva de bienestar. Por ello, la pareja entrega su vástago, menor de diez años, a un oficial de la dictadura machadista oriundo de Perico, en la provincia de Matanzas.
En una crónica que publica Reinaldo Peñalver Moral en una Bohemia de julio de 1983 este negro grandulón y de mirada penetrante amplía:
"Era una especie de esclavo libre. Aquel matrimonio llegó a mi casa y habló con mis padres, quienes accedieron a que me «criaran" a cambio de los servicios que yo les prestaría… Tenía entre mis funciones la de hacer mandados, limpiar y hacer de manejador de sus hijos. ¿Sabe cuánto me daban?¡Un peso mensual!
"¿Qué podía hacer con esa edad?, ¿a dónde iba a ir a parar? Supe que mis padres tomaron esa determinación para que no muriera de hambre… En aquella vivienda tenía desayuno, almuerzo y comida. Y de Pascuas a San Juan, una muda de ropa y un par de zapatos".
Al huir Gerardo Machado en 1933, el futuro músico ambulante, veinteañero, analfabeto y libre como un conejo, rompe los barrotes de su adolescencia y empieza a caminar por el país, siempre en dirección al oriente.
Para subsistir, pregona cualquier mercancía frente a las casas comerciales y, dotado de una memoria de elefante, despide duelos utilizando una destartalada bocina que algún amigo de ocasión le presta. El resto son sólo ilusiones. En una entrevista ocasional que le hice para la revista Opina, empezando los años noventa, me contó:
"Una vez, estando en Cascorro, fui al cine y vi una película en la que había un tipo que tocaba muchos instrumentos… Esa noche se me encendió la chispa y me dije: “Collado, con este negocio te puedes buscar unas pesetas…”. Hice un tambor y conseguí unas maracas, una filarmónica y unos cascabeles. Debuté en un circo que había en Cascorro y el público quedó encantado. Aquellos artistas me propusieron unirme a ellos y, así, recorrí pueblos y pueblos…
"En La Habana me liberé y empecé a hacer mi número solo. Yo llegué a esta capital en 1940 y, a partir de ahí, comencé a buscarme los chícharos dando “funciones” en el Parque Central, en la Acera del Louvre, en la calle Galeano y por los lugares donde afluyera el público para pasar el sombrero".
Rafael Marquina escribe en el periódico Información del 9 de enero de 1945:
"A ratos, lograba la concertación con un espíritu libre y acongojado, encarcelado y alegre, fantasioso y rutinario. Entonces, un diálogo de miradas, sobre el tumulto musical, y la soterrada queja, establecían contacto de almas.
"Ya para aquel prójimo sólo tocaba el Hombre-Orquesta y acontecía que, contra lo habitual y lo contundente, al terminar su concierto, entre el desconcierto de los auditores, el Hombre-Orquesta esquivaba el arrecife de las limosnas, bordeaba la dádiva, evadiéndose de ella para ir a la vera del oyente solo que sólo había entendido la sola gracia de sus soledades. Y cogidos del pensamiento, como pudieran cogerse del brazo, ambos se alejaban hacia la anchura del Malecón.
"Era increíble aquel modo suyo de ablandar la picardía, aquella gracia suya de absolver lo hostil, de aparentar lo bobo, con que desarmaba la enemiga indiferencia y el envenenado humor".
Tras el triunfo revolucionario de 1959, el Hombre Orquesta guarda los andariveles y resucita con los obreros, a quienes les prepara los alimentos en unos albergues de toscas bandejas plateadas. Igualmente, participa en varias zafras cortando las cañas del entusiasmo y tiene todavía tiempo para ir a la escuela por primera vez y criar tres hijos.
No obstante, cuando Peñalver lo descubre, con sus más de setenta años a cuesta, no oculta cierta nostalgia por aquellas canciones errabundas, gracias a las cuales puede "pintar una Coca Cola en el aire".
Dicen los guardianes de la memorias que antes de fallecer volvió a recordarnos al joven que gritaba a todo pulmón: "Amenizo bailes: si ponen el caballo, voy al campo".
(Tomado de Cubasí)