Por Graziella Pogolotti*
José Antonio Fernández de Castro es el nombre del premio que se concede a los periodistas del sector cultural. Poco se sabe, sin embargo, de la trayectoria fulgurante y efímera de este singular personaje.
Emergió en el contexto de la Primera Vanguardia y del Grupo Minorista, fenómenos que contribuyeron a configurar el entorno de los años 20 en la Cuba del pasado siglo.
Perteneció a la generación de intelectuales que impulsó, en la práctica concreta, la renovación de los lenguajes artísticos, la redefinición de los auténticos valores de la cultura nacional mediante el rescate de las tradiciones populares hasta entonces soslayadas, a la vez que hacía sentir su voz en la arena pública, tomando partido en favor de una raigal transformación de la sociedad.
Inconformes y abiertos al mundo, el doble impacto de la Revolución de Octubre y de la que se había desencadenado en el vecino territorio de México afianzó en los intelectuales la conciencia de la necesidad de barrer las huellas del coloniaje. Para lograr ese propósito, cultura, sociedad y política debían estar estrechamente entrelazadas.
En aquellos años 20 del pasado siglo, el panorama cubano distaba mucho de ser promisorio. Concluida la Primera Guerra Mundial, los precios del azúcar se hundieron estrepitosamente.
Habían llegado «las vacas flacas». La corrupción administrativa se agigantaba. Ante esa realidad, un grupo de intelectuales irrumpió en el espacio público con la llamada Protesta de los Trece, animada por Rubén Martínez Villena. Muy pronto tomaría cuerpo la dictadura de Gerardo Machado.
Sin que mediara la filiación partidista, una convergencia en el plano de las ideas establecía nexos subyacentes entre el accionar político de Mella y Rubén con las inquietudes manifiestas en el ámbito de la renovación cultural. Los escritores bisoños procuraron encontrar espacios en periódicos y revistas de amplia circulación.
Por esta vía, tendieron puentes hacia sectores más amplios de la sociedad cubana, porque la batalla por la cultura y por la nación debían librarse de manera simultánea. Entre ambas se afianzaba el autorreconocimiento y la afirmación de esenciales valores nutricios.
Fernández de Castro inició su tarea intelectual con la exploración de la cultura cubana del siglo XIX. Reveló zonas desconocidas del crítico reformista Domingo del Monte.
Los apremios de la época lo llevaron a volcarse hacia una lectura participativa y desprejuiciada de la compleja realidad de su tiempo. Bajo la égida de la obra inicial de Fernando Ortiz, compartió con algunos de sus coetáneos el acercamiento al territorio marginado de nuestras fuentes de origen africano.
Mirar en profundidad hacia adentro contribuía a hacer visible un imaginario latente en la rica creatividad de nuestra percusión y en una fabulación que conserva la memoria viva de una cultura trasplantada mediante el ejercicio de la violencia de la infame trata negrera.
La valoración legitimadora de esta herencia formaba parte del proceso descolonizador que tomaba cuerpo en el terreno de la política.
Como Carpentier, Fernández de Castro conoció el bregar periodístico desde la tarea cotidiana en la mesa de redacción. Involucrado en la «causa comunista» de 1927 desatada por Machado, compartió con Carpentier los rigores de la cárcel.
Tuvo la audacia de comprometerse en lo político y la astucia necesaria para conquistar un espacio en el conservador Diario de la Marina para difundir, con aguda perspectiva crítica, las obras de la naciente vanguardia literaria cubana.
Después de la caída del gobierno Grau-Guiteras, a consecuencia del golpe perpetrado por la alianza del embajador norteamericano Caffery con Batista y Mendieta, Fernández de Castro buscó refugio en una modesta carrera diplomática.
El ejemplo de su breve e intensa trayectoria demuestra que mucho más que un mero transmisor de información, el periodista es un hacedor de cultura. Desde entonces, ha transcurrido casi un siglo.
Afrontamos una realidad aún más compleja que la de ayer, caracterizada por la transformación de las telecomunicaciones y por una globalización neoliberal que domina las finanzas, configura ideologías, instrumenta nuevas formas de colonialismo y se vale de recursos sofisticados para manipular conciencias, sitio reservado a lo más recóndito de la subjetividad, residencia de la espiritualidad que define nuestra condición humana, conducta, aspiraciones y voluntad de crecer.
De acuerdo con las señales de los tiempos, comprometidos con un interlocutor al que no podemos subestimar, urge afilar la mirada crítica hacia adentro.
Nos corresponde abordar con rigor, objetividad y conocimiento de causa, algunos de los problemas que empañan la realidad de nuestros días. Vulgaridad y popularidad no son sinónimos.
Todo lo contrario. Sin embargo, muchos espacios públicos padecen la invasión de expresiones musicales portadoras de letras que laceran algunas de nuestras más valiosas conquistas.
Me refiero a las que otorgan a la mujer la plena igualdad de derechos en lo laboral y en lo social. Algunos de los mensajes que invaden nuestra cotidianidad reafirman valores de machismo primario y nos reducen a la condición de mero objeto de deseo sexual.
Muchos son los temas que merecen estudios, análisis y reflexión compartida. Atañen al vínculo entre cultura y sociedad, al perfil de la nación en lo más íntimo de su ser, asentado en términos concretos en el delicadísimo y decisivo terreno de la subjetividad.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado de digital@juventudrebelde.cu)