La superabuela cubana que se enamoró de Gardel

Editado por Bárbara Gómez
2018-03-19 21:51:23

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Montar a caballo era una de sus actividades favoritas, hasta que su médico se lo prohibió.Foto:Liudmila Peña.JRebelde.

Por:Liudmila Peña Herrera/JRebelde.

Nadie como ella para convertir la cereza madura en membrillo almacenable durante casi todo el año. Conoce el secreto de los jugos naturales más ignotos y las propiedades de cada una de las frutas tan a fondo como sabe de la risa y la amistad.

Si alguna vez te la presentan jamás te olvida. Y si le ofreces tu número telefónico, aun cuando no disponga de suficiente caudal para costear las llamadas de larga distancia, ella se las ingeniará para estar al habla en todas las fechas especiales e, incluso, en las que para los seres más terrenales pudiesen parecer intrascendentes.

Y digo terrenales porque esta artista de la felicidad llamada Norma Bárbara Peña Sánchez posee un espíritu solo comparable con los ángeles.

En el municipio holguinero de Báguanos —y mucho más allá de sus fronteras—, todo el mundo la conoce como la Superabuela, porque todavía en sus 80 la anciana dicharachera, risueña y vivaracha, era capaz de montar a caballo (aunque su médico se lo había prohibido), subir por una escalera hasta el techo de su casa y tirarse por el tubo de la antena del televisor (para divertirse y hacer reír a los niños), saltar la suiza o hacer el ejercicio de la «bicicleta» con las piernas hacia arriba.

Tenía 87 años cuando la escuché cantar por primera vez, con su delicadísima voz de soprano y una pasión por Carlos Gardel que le desbordaba el pecho y la convertía, otra vez, en la jovenzuela de 15 años que debutara en la Corte Suprema del Arte con los temas Estrellita de Ponce y Silencio en la noche.

«El mismo Gonzalo Roig me dijo que la competencia estaba ganada para mí; pero yo no tenía dinero para pagar aplausos, y los otros dos que luchaban por el premio eran de mejor posición económica. Apesadumbrado por eso, él me dio un papel recomendándome para el Conservatorio Nacional, donde me concedieron una beca; pero no pude estudiar porque ni ropa tenía y las clases eran en La Habana.

Además, uno de mis hermanos enfermó y vine a atenderlo hasta que murió», me contó Norma hace ya cerca de siete años, cuando me adentré en el santuario de su sala, donde veneraba, en el mismo altar, una imagen de Jesucristo y otra del autor de El día que me quieras.

Cuentan las amigas que en su casa siempre ha existido un espacio listo para cualquier visitante, un platillo de dulce seguro para el postre y un refugio incondicional para el arte. Y aunque esta Super- abuela no tuvo nietos porque la vida o el destino —ella no se lo explica muy bien— no le regalaron el privilegio de los hijos, en el hogar donde transcurre su vejez nunca ha faltado el calor de un abrazo y la ternura del cariño.

A esta sencillísima y divertida mujer la vida la ha puesto a prueba en no pocas ocasiones. La alegría de su juventud se vio fulminada por la partida definitiva de muchos de sus seres queridos, incluyendo a su joven esposo, cuya muerte la dejó sumida en el más hondo desconsuelo.

Por mucho tiempo visitó diariamente el camposanto para permanecer inmóvil, con el cuerpecillo ovillado detrás de un ciprés, esperando… Cuando ya no veía a nadie a su alrededor, iba a tenderse de bruces sobre la lápida. Noche tras noche hacía lo mismo, y hasta se quedaba a dormir «para estar cerca de mis muertos».

Pero aquella última vez no escuchó el graznido del pájaro agorero, ni el crujir de la yerba bajo las botas toscas de quien la espiaba. Solo sintió una mano grande y huesuda que la asía con fuerza por el hombro: «Norma, ven conmigo», le exigió una voz conocida.

Era el sicólogo Fernando Martínez, quien la sacó del cementerio para ayudarla a despojarse de la soledad y la depresión a través del canto. Gracias a él —y a otros muchos de sus cote- rráneos— antes de ser la Su- perabuela, Norma Peña se convirtió en una artista de la comunidad.

«No tenía a nadie más en el mundo, así que conversé mucho con ella y la invité a ensayar algunas canciones para interpretarlas delante de un pequeño grupo de personas. Después, abrimos las puertas a un público más amplio y ahí estaba Báguanos entero recibiéndola con sus aplausos», recuerda Fernando Martínez.

Al filo de sus 95 años, esta artífice de la alegría ya no dispone de la vitalidad de antes y algún que otro achaque intenta mortificarle la sonrisa de vez en vez. Aunque su rostro está bordado por las marcas de los cariños y sinsabores del tiempo que ha vivido a plenitud, Norma conserva su alma de muchacha soñadora.

Y para los niños del barrio, incluso sin que pueda tirarles cerezas desde el techo ni deslizarse por la antena, ya es una leyenda viva. Debe ser por eso que cuando la ven aparecer en el portal se avisen: «¡Mira, ahí está la Superabuela!».

 

 



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