Un santo de este mundo

Editado por Saily Pérez Gordillo
2018-10-15 10:10:27

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Romero representa ya los más puros valores de la solidaridad, el amor a los semejantes y el repudio a la explotación. Foto/ Aciprensa

Por Guillermo Alvarado
 
Por fin, luego de 38 años de su asesinato por luchar a favor de los derechos humanos y una vida digna para sus conciudadanos, el Vaticano incorporó a su santoral al obispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, un símbolo de aquello que los pobres de este mundo esperan de la iglesia católica.

El reconocimiento de la más alta jerarquía eclesiástica se antoja quizás tardío para muchos sectores de la población, si bien en el imaginario no sólo de los salvadoreños sino de toda nuestra región, Romero representa ya los más puros valores de la solidaridad, el amor a los semejantes y el repudio a la explotación.

Desde mucho antes que los tortuosos mecanismos del Vaticano llegaran a esa conclusión, para las víctimas de la represión, los familiares de los desaparecidos, los torturados y asesinados por las dictaduras militares, el prelado salvadoreño ya era un santo no porque lo dictaran las normas del derecho canónigo, sino por el sacrificio de su vida a cambio de los indefensos.

Largo fue el camino que debió recorrer hasta tener conciencia de su deber, que cumplió incluso ante la indiferencia de sus superiores y la hostilidad de algunos de sus hermanos de fe, que prefirieron contemporizar con la dictadura militar.

Conocida es la anécdota de cuando viajó hasta el Vaticano para entrevistarse con el papa Juan Pablo II y darle a conocer las atrocidades perpetradas por el ejército contra el pueblo y una reunió que la burocracia eclesiástica trató de impedir, pero que fue lograda con osadía y determinación por el obispo centroamericano.

El pontífice, sin embargo, no fue sensible al reclamo de Romero, lo que le llevó a radicalizar aún más su postura hasta exigir a los soldados que no obedecieran las órdenes de sus superiores de disparar contra el pueblo. Esta prédica determinó al alto mando del ejército y los dirigentes de la derecha política a planificar su eliminación física.

El 24 de marzo de 1980, cuando oficiaba una misa en la capilla de un hospital oncológico, un sicario le disparó al corazón, creyendo los autores intelectuales del crimen que de esta manera podrían silenciar su voz.

Nada más lejano a la realidad. La muerte de Romero se sumó a la de Rutilio Grande, su amigo personal, pero también a la de Camilo Torres, en Colombia, a la de los jesuitas de la Universidad Centroamericana José Simeon Cañas, de El Salvador, y del obispo guatemalteco Juan Gerardi, verdaderos exponentes de la teología de la liberación, según la cual la salvación del ser humano sólo puede comenzar por la redención de sus sufrimientos en la tierra.

Hoy el santoral católico tiene un nuevo santo. En la práctica el pueblo creyente y sufriente latinoamericano lo tenía desde hace más de tres décadas y sigue llegando a la tumba de Romero en la Catedral de San Salvador para rendir tributo a un hombre que cumplió aquel precepto de que, nadie ama más a sus semejantes, que aquel que da su vida por los demás.

 



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