Por: Guillermo Alvarado
El Líbano es un punto en el Oriente Medio donde se funden culturas milenarias, desde los fenicios, primeros grandes navegantes y comerciantes del mundo, los romanos, árabes, musulmanes, cristianos y otomanos; pero también muchas de las calamidades creadas por los humanos en la historia.
Se trata de una especie de encrucijada, cuyos orígenes se pierden en las raíces del tiempo y que sin embargo tiene menos de cien años de vida independiente, la mayor parte azotada por guerras internas.
Dominado por el imperio otomano desde el siglo XVI hasta la derrota turca en la I Guerra Mundial y luego protectorado –disfraz de un régimen colonial- de Francia hasta 1943 en que se reconoció su independencia.
Líbano logró cierta estabilidad y se convirtió en un centro financiero de importancia, por lo que fue llamado “la Suiza” del Oriente Medio.
Una nueva guerra interna de 1975 hasta 1990 destruyó buena parte de lo que se había avanzado y mostró las grietas de un sistema donde el uno por ciento de la población era dueña del 40 por ciento de la riqueza nacional.
En un pequeño Estado donde conviven 18 confesiones religiosas, muchas de ellas mortales enemigas entre sí, y con la vecindad nefasta de Israel, las posibilidades de paz son muy escasas.
Antes de la pandemia de covid-19, más de la mitad de la población vivía en la pobreza y fue justamente este sector el que acogió a más de millón y medio de refugiados sirios, lo que agudizó la situación.
La enfermedad se cebó con los más desprotegidos y colmó los hospitales.
En este escenario la violenta explosión ocurrida este martes en el puerto, donde detonaron dos mil 700 toneladas de nitrato de amonio, viene a ser como una especie de golpe final para un país devastado de antemano.
El hecho mismo de mantener durante seis años este material extremadamente peligroso, en un edificio en ruinas y sin medidas de seguridad, indica hasta qué punto la administración pública está desarticulada.
La destrucción del puerto es ruinosa, porque se perdieron todos los granos almacenados allí y también porque ese es el punto de entrada de la comida a la nación, sometida hace rato al fantasma de la hambruna.
Ya el ministro de Economía, Raoul Nehme, dijo que el país empobrecido y con una deuda superior al 170 por ciento de su Producto Interno Bruto, no puede enfrentar los costos de la destrucción.
Es lícito preguntarse ¿por qué el presidente de Francia, Enmanuel Macron, fue tan rápido a Beirut? ¿Humanitarismo, o ansias de la antigua metrópoli de restaurar su protectorado en Líbano, sitio estratégico de un punto convulso del planeta? El tiempo pronto nos dará la respuesta.