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Por Guillermo Alvarado
Cada año decenas de miles de personas en todo el mundo abandonan su hogar y su patria y emprenden caminos azarosos hacia lugares donde creen, o les hacen creer, que encontrarán un futuro mejor, con empleo y oportunidades para ellos y sus familias que suelen quedarse en espera de buenas nuevas.
Las razones para lanzarse a este viaje son numerosas y hay quien lo hace para salvar su vida, amenazada por conflictos añejos, otros buscan escapar de los cada vez más catastróficos fenómenos naturales y muchos son empujados por el hambre, las enfermedades y la desesperanza.
Existe, sin embargo, un patrón común en estas grandes movilizaciones humanas y esa es la pobreza en sus niveles más agudos, acompañada por la ausencia del Estado o su incapacidad para cubrir las necesidades de sus ciudadanos, sobre todo los más desvalidos.
Cada año, también, crece la cifra desgarradora de quienes no lograron llegar a su destino porque sucumbieron a las penalidades en el trayecto, que son muchas en cualquier parte del mundo de que se trate, sean las arenas abrasadoras del desierto, el agua de los mares y ríos o selvas donde pocos se atreven a transitar.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) publicó recientemente que en 2023 murieron más de ocho mil 500 personas cuando intentaban llegar a otro país, cifra que representa un incremento del 20 por ciento respecto al año anterior.
El dato es impresionante, pero más aún cuando se conoce que se trata apenas de un estimado porque hay un número grande de viajeros que perecen y no queda ningún registro, ni señales de dónde puedan estar sus restos.
De esta manera el 2023 es el año más mortífero desde que la OIM inició su Proyecto Migrantes Desaparecidos, una base de datos pública creada en 2014 con la información disponible.
Los números globales son terribles, pero la organización puntualizó que cada una de las víctimas significa una tragedia humana para sus familiares, seres queridos y comunidades, donde la ausencia repercutirá durante años.
Entre las rutas más mortales el primer lugar lo tiene el Mar Mediterráneo y le siguen el Desierto del Sahara y las selvas del Darién que unen a Colombia con Panamá y representan una trampa erizada de peligros.
La frontera sur de Estados Unidos, el “país de las oportunidades” es otro sitio letal y podría empeorar si acaso Trump retorna al gobierno, pues ya dejó claro que para él no valen nada la dignidad humana ni los derechos de los migrantes, a los que desprecia con infinita rabia.