Por Graziella Pogolotti*
Diarios, correspondencia, artículos, crónicas, relatos y estudios teóricos han ido relevando, poco a poco, la extensión de la obra escrita dejada por el Che.
Asombra el volumen de un trabajo realizado en una existencia breve, consagrada en gran parte al combate guerrillero y a las altas responsabilidades asumidas en los años que sucedieron al triunfo de la Revolución Cubana en los campos de la industria, la banca, las relaciones internacionales; en lo militar y en la acción política concreta; en la formación de cuadros y en el sistemático contacto con las masas.
En medio de tantas presiones acuciantes, supo que las exigencias de la inmediatez, la respuesta rápida a la demanda del ahora mismo, no podían desgajarse del diseño de una perspectiva a largo plazo fundamentada en el dominio de temas económicos, sociales, políticos, junto con el análisis de la experiencia acumulada a través de la historia del socialismo.
Hubo en Che vocación de escritor. Sin embargo, lo fundamental de sus textos no responde a ese llamado interior. El enfrentamiento con la página en blanco constituye un ejercicio de reflexión, un modo de ordenar ideas, de seleccionar lo esencial a partir de las vivencias, una confrontación permanente entre el perfilarse de los conceptos y el complejo pálpito de la realidad.
En su peregrinar por el continente palpó el dolor de América y descubrió la maravilla del legado de sus culturas originales. Conoció desde dentro el trágico proceso guatemalteco, la intervención del imperio para impedir una cautelosa reforma agraria y la consiguiente violencia represiva que habría de prolongarse durante años, con su interminable rastro de sangre.
A partir de ese tránsito iniciático, la lucha guerrillera en Cuba resultó fecundante en más de un sentido. Comprendió en ella, tal y como lo afirmó en uno de sus textos, la dialéctica esencial entre enseñar y aprender. Los supervivientes del Granma eran portadores de ideas que definían un proyecto de nación.
Fueron afianzando su base de apoyo en uno de los territorios más preteridos del país. A la extrema precariedad de sus habitantes, privados de los derechos a la tierra, a la letra y a la salud, se añadía la aplicación de distintas formas de violencia, desde la exacción económica hasta la acción directa de los cuerpos armados, la guardia civil de siempre y la represión brutal desencadenada por el ejército de la tiranía.
Desde el primer momento, todavía acosados y dispersos, los combatientes establecieron relaciones respetuosas con los habitantes, de la zona. De esa manera, en el plano de los hechos concretos, se establecía el fundamento de una ética orientada al rescate de la dignidad del ser humano, propósito último de todo proyecto de transformación social.
A los fines inmediatos, por esta vía, conquistaron apoyo, colaboración y solidaridad. Era el núcleo generador de una nueva institucionalidad que iría tomando cuerpo paulatinamente con la educación, el cuidado en situaciones críticas de salud, hasta llegar a la convocatoria del congreso campesino.
Traducida a las demandas de un contexto real, las ideas se desprendían de su formulación abstracta, permeadas por una realidad social conformada por factores históricos y económicos objetivos y por una subjetividad construida en el transcurso del tiempo y transmitida a través de generaciones.
Con el respeto mutuo se había sembrado el diálogo productivo entre dos culturas. En el destacamento revolucionario había fraguado un pensamiento a partir del conocimiento de los procesos históricos de Nuestra América y del análisis crítico de los problemas que condujeron a un callejón sin salida a la Cuba neocolonial.
En los hombres de la tierra anidaba una sabiduría hecha de tradición y de la dramática vivencia del desamparo. Ambas convergían en la exigencia apremiante de una acción transformadora.
Para conquistarla, las dos perspectivas debían conjugarse en la dialéctica entre enseñar y aprender. Comprendió así el Che que el arraigo a la tierra, fuente nutricia de vida y la garantía de un asentamiento seguro, había configurado sueños, aspiraciones y mentalidades que no podían desconocerse con vistas a la puesta en práctica de un proyecto revolucionario.
Los tiempos cambian pero en cada circunstancia, la dialéctica entre enseñar y aprender mantiene plena vigencia.
Bien despacio, con la mente alerta y el oído aguzado, he vuelto a la papelería del Che. Descubro en ella, a veces apenas perceptible, la voz íntima de un hombre, de un compañero y amigo al que nunca tuve la oportunidad de conocer personalmente y que resulta ahora cercano y necesario.
Pudoroso siempre, afirmó alguna vez que todo revolucionario está movido por grandes sentimientos de amor. Ese impulso, latente en lo más profundo del ser, no se remite a un concepto abstracto de humanidad, figura retórica vacía de contenido.
Alienta el contacto hacia las personas concretas de los más variados orígenes, próximos en el dolor compartido, en la inmediatez tangible del combate, en los trabajos y el transcurso de los días. Se expresa en la ternura rescatada y en la mirada escrutadora que atraviesa lo más profundo del otro.
Aparece en la evocación del Patojo, el amigo de siempre, en la semblanza del Vaquerito, en la brevísima acotación de su Diario boliviano al producirse la caída de Eliseo Reyes.
En un texto sobrecogedor, recogido en una publicación reciente de Casa de las Américas, lúcido ejercicio de introspección, se reconoce escindido entre el sueño de disfrutar el calor hogareño y el compromiso ético con una existencia convertida en destino. Agigantado por tan conmovedora cercanía, permanece entre nosotros, cada vez más imprescindible.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)