Por Lucilo Tejera Díaz
La noche del 10 de mayo de 1873 -hace 145 años-, el Mayor General del Ejército Libertador, Ignacio Agramonte y Loynaz, estaba acampado con su tropa en un amplio potrero llamado Jimaguayú, a unos 38 kilómetros al sur de la ciudad de Puerto Príncipe, hoy Camagüey, en el centro-este de Cuba.
En los días anteriores había realizado con su fuerza de caballería exitosas acciones bélicas en las cercanías de la villa, ocasiones en que provocó dos derrotas seguidas a la tropa colonialista española, la cual sufrió numerosas bajas, entre ellas la del teniente coronel Leonardo Abril.
Gracias a la exploración y la información que recibía, Agramonte supo que el mando peninsular en Puerto Príncipe, entonces a cargo del brigadier Valeriano Weyler -años después Capitán General de Cuba y promotor de la triste reconcentración de la población civil con la consecuencia de miles de muertos indefensos- envió una fuerte columna tras sus pasos.
Junto a sus subordinados inmediatos, el jefe mambí preparó el combate que sin falta se realizaría el siguiente día ante el sostenido avance de las huestes enemigas y decide el teatro de operaciones, cerca de donde están acampados.
Al amanecer del 11 de mayo, Agramonte está frente a su aguerrida tropa de caballería e infantería, listas para salir a guerrear. Antes arenga a sus hombres:
“La más alta y noble misión del hombre es el trabajo, cimiento de la sociedad, y el único medio de conquistar una patria honrada, que es el fin del programa que nos ha arrastrado llenos de amorosa fe, a estos turbulentos campos para convertirnos en obreros de la humanidad.
"Nuestra misión se va cumpliendo; vuestra disciplina y vuestra abnegación hacen de todos nosotros el núcleo fundamental de la futura República.”
Según la descripción de su compañero de aula universitaria y de armas, Manuel Sanguily, Agramonte “era un hombre de aventajada estatura y aspecto muy distinguido y airoso. De finísimo cutis; nariz aguileña y fuerte; los ojos negros, lánguidos y hermosos; larga la sedosa cabellera y sombreada; el labio superior ligero de bozo. Tenía el aire juvenil de un doncel de leyenda”.
En aquel momento se daba por seguro en el campo independentista que Agramonte, a la sazón con 31 años de edad-había nacido en Puerto Príncipe el 23 de diciembre de 1841-, sería responsabilizado en breve como máximo jefe militar de las fuerzas mambisas, resultado de su prestigio como guerrero y también como político.
Pero todo quedaría truncado porque el joven general cayó en combate aquella mañana en el potrero de Jimaguayú y su cadáver quedó en manos del enemigo. La columna española emprendió de inmediato el regreso a Puerto Príncipe.
Cuentan que el cuerpo sin vida del héroe, en la mañana del día siguiente, “fue paseado por algunas de sus calles en medio de la algazara de los voluntarios y exhibido al público en una esquina del corredor de entrada del hospital de San Juan de Dios”.
El examen forense señaló que “un proyectil lo alcanzó en la sien derecha, le salió por la parte superior del parietal izquierdo y le causó la muerte instantáneamente”.
Pero el cadáver presentaba también, de acuerdo con el acta del reconocimiento médico, heridas de arma blanca, una en la parte anterior y media del cuello, y otra en el segmento superior del hueso coronal, provocadas por quienes ultrajaron el cuerpo tras su muerte.
En horas de la tarde se decide, con discreción ante un posible asalto mambí para recuperar el cuerpo del jefe muerto, trasladar los restos mortales hasta el Cementerio General con la intención de cremarlos con leña rociada de petróleo, cuestión puesta en duda hasta hoy.
A unas semanas de casarse con su amada Amalia Simoni y con un futuro promisorio en la carrera de jurisprudencia, Agramonte decidió dejar la tranquilidad del hogar y de la ciudad para irse a los campos a luchar con las armas por la independencia de Cuba el 11 de noviembre de 1868.
Máximo Gómez lamentaría no haberlo conocido personalmente, “El Fanal”, periódico de la reacción, lo señalaría como “la figura más prominente, el jefe más caracterizado, el caudillo más tenaz y animoso de la insurrección”, y Carlos Manuel de Céspedes se unió “al tributo de admiración que Cuba rinde a las hazañas de su heroico hijo”.
José Martí escribiría años después sobre el mártir: “(…) Aquél que, sin más ciencia militar que el genio, organiza la caballería, rehace el Camagüey deshecho, mantiene en los bosques talleres de guerra, combina y dirige ataques victoriosos, y se vale de su renombre para servir con él al prestigio de la ley, cuando era el único que acaso con beneplácito popular, pudo siempre desafiarla”.
Desde el 11 de mayo de 1873 en el potrero de Jimaguayú, Agramonte se afincó en el yugo para lucir más alta en su frente la estrella que ilumina y mata.
(Tomado de la ACN)