Por Graziella Pogolotti*
El curso ha terminado. La muchachada sale de vacaciones. Según las posibilidades e intereses de cada cual, sueña con la playa y con el disfrute grupal de fiestas y conciertos.
Para la gran mayoría, estas breves semanas constituyen un paréntesis en espera de la continuidad de estudios que aguardan a inicios de septiembre.
Para otros, en la secundaria, el pre o la universidad, ha terminado un ciclo. Están a punto de incorporarse al mundo del empleo.
En este caso, se impone convocar a los padres y a la sociedad en su conjunto, implementar los incentivos adecuados para incitar a la permanente superación, indispensable en una época caracterizada por el desarrollo de la ciencia, su aplicación en el plano de la tecnología y las repercusiones de todo ello en nuestro vivir cotidiano.
Hace muchos años— era yo muy joven todavía— circunstancias familiares me llevaron a conocer algunos centros industriales de la Gran Bretaña. En Europa, las heridas de la guerra no habían cicatrizado del todo.
Su imperio colonial se estaba desgajando. Parte de su reserva fabril había caído en la obsolescencia. El dominio de la economía y de las finanzas había pasado a Estados Unidos. Se producía un difícil proceso de reacomodo.
Sheffield era el nombre de una ciudad reconocida mundialmente por la calidad de sus aceros. Al visitar una de sus instalaciones, pensé haber caído bruscamente en pleno siglo XIX, en los días de la primera Revolución Industrial. Trabajadores forzudos, desnudos los brazos, introducían las barras de metal en el fuego ardiente.
En Manchester encontré otro panorama. Una empresa de capital multinacional mostraba con orgullo un molino de trigo de última generación destinado a procesar harina para las galletas que acompañan al tradicional té de las cinco de los británicos. Una nave de varios pisos de altura resguardaba tubos metálicos que la atravesaban verticalmente.
Cerca del techo, en una caseta, un especialista observaba los relojes que indicaban la marcha de un proceso productivo automatizado. A ras del suelo, un hombrecillo barría migajas apenas perceptibles.
Esa visión quedó definitivamente grabada en mi memoria como premonición de un porvenir que privilegiaría a las minorías más calificadas en detrimento de unos pocos reservados para trabajos manuales elementales.
Allá por los años 90 del pasado siglo, el azar puso en mis manos un libro que alcancé a revisar con tanta prisa que me impidió retener el nombre del autor y el título de la obra. Narraba un siglo de historia social de Estados Unidos. Tomaba como punto de partida el territorio sureño marcado por el trabajo esclavo al servicio de la producción algodonera.
La mecanización de la cosecha humanizó el trabajo, a la vez que desencadenaba una significativa pérdida en la disponibilidad de empleo. Eran los años de la expansión de la industria del automóvil. Muchos desamparados emigraron hacia el norte, donde Detroit parecía abrirse al porvenir.
Parte de los emigrantes de origen campesino tuvo la capacidad de adquirir nuevos oficios y asimilar la mentalidad propia de la condición obrera. Muchos quedaron desplazados y se entramparon en un modo de vida marginal.
Pasó un tiempo. La decadencia se abatió sobre la edad de oro de Detroit. Entonces, una parte considerable del desarrollo de la economía se había volcado hacia el auge del sector de los servicios.
Para los más aptos, se impuso emprender la vía de una recalificación acelerada. En esta ocasión, la varilla se había colocado a mucha altura. Muchos no pudieron dar el salto. Pero, en un abrir y cerrar de ojos, la computación se hizo cargo de numerosas tareas del área de los servicios.
La consiguiente reducción de la demanda del mercado afectó zonas de la burguesía y a ciertos sectores de las capas medias. Por lo demás, el Tercer Mundo ofrecía disponibilidad de mano de obra barata. Esas ventajas propiciaron el traslado de la producción de bienes hacia esos territorios.
Al revisitar el devenir histórico de la Isla, se revela un factor de continuidad de valor inestimable: nuestro mayor tesoro reside en el potencial de nuestros recursos humanos. Tuvimos siempre valiosísimos hombres dedicados a los más diversos oficios como artesanos, herreros, ebanistas.
Cuando la ciencia no disponía de respaldo oficial, Tomás Romay y Felipe Poey trabajaron pensando en la nación. La contribución de Carlos J. Finlay tuvo repercusión universal. Fue obra de un acucioso observador solitario.
También solitarios fueron quienes desde el batallar de las ideas y la creación artístico-literaria contribuyeron a edificar el imaginario que nos acompaña y alienta. Por todo ello, Fidel avizoró desde el primer momento que nuestro futuro sería el de hombres de ciencia y pensamiento. El mañana se está construyendo en el ahora mismo.
Pienso en la muchachada que está creciendo entre nosotros y que habrá de insertarse en la sociedad del conocimiento.
Defendamos la voluntad de aprender y superarse. Desterremos el facilismo, la chapucería, el mata y sala, el interés por procurar la nota por caminos torcidos. De esa manera, estarán en condiciones de vencer los desafíos que les aguardan.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)