La cárcel no pudo doblegar al joven Martí

Editado por Lorena Viñas Rodríguez
2020-10-18 08:23:37

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Foto: Archivo/RHC.

La Habana, 18 oct (RHC) Con el estallido el 10 de octubre de 1868 de la primera guerra cubana por la independencia, la colonia fue sacudida de un extremo a otro.

A pesar de que la insurrección se inició en la zona oriental del país, el ambiente político y social de La Habana se caldeó aceleradamente y muchos jóvenes expresaron por diversas vías su simpatía con los patriotas en armas. Y al ocurrir nuevos alzamientos en las regiones centrales de Camagüey y Las Villas, algunos habaneros lograron incorporarse a la pelea.

José Martí y sus amigos seguían en mapas las informaciones que les llegaban sobre las operaciones militares. En enero de 1869, durante un brevísimo período de libertad de prensa limitada, Martí, ya con 16 años de edad y estudiante de Bachillerato, fue figura central de El Diablo Cojuelo, publicación favorable a la separación de la metrópoli que no pasó de su primer número.

Una intensa represión se extendió por el nación sobre cualquier manifestación estimada como anticolonial.

En las ciudades, los Voluntarios —civiles armados, españoles en su mayoría— asaltaron casas de cubanos señalados, tirotearon representaciones teatrales y lugares públicos de reunión, y apresaron a conspiradores y simpatizantes de Cuba libre. Uno de ellos fue el maestro de Martí, el poeta Rafael María de Mendive, deportado a España en abril de ese año.

El 4 de octubre de 1869, una escuadra de voluntarios irrumpió en la casa de los hermanos Fermín y Eusebio Valdés-Domínguez, amigos de Martí, y los detuvo al igual que a otros acusados de haber proferido burlas al paso de esa fuerza frente a esa vivienda.

Al registrar el lugar hallaron una carta firmada por Martí en la que este llamaba apóstata a un antiguo discípulo unido al ejército español. Días después, Martí fue detenido bajo la acusación del delito de infidencia, y a los cuatro meses, condenado a seis años de presidio.

El 4 de abril de 1870 ingresó en el presido Departamental, donde lo destinaron a una brigada de trabajos forzados en unas canteras y se le fijó un grillete en el tobillo derecho, unida a la cadena que le rodeaba la cintura.

Llama la atención que la condena más fuerte fue la otorgada a Martí, por un delito que significaba la violación de la confianza y la fe debidas a una autoridad.

El joven no era un insurrecto, no había tomado las armas contra el Gobierno colonial ni había incitado a otros en tal sentido: simplemente había objetado a un antiguo compañero de estudios de haber cambiado su opinión o su doctrina política respecto a su patria.

Cierto que la legislación española de la época señalaba el delito de infidencia para quien violase la confianza y la fe debidas al Estado y al Gobierno; pero es imposible que llamar a alguien apóstata por mudar de opinión política pueda considerarse como la comisión de tal delito, por más que hablar de apostasía implique una condena moral.

Se trataba, pues, en dos palabras, de doblegar al máximo a un jovencito de sentimientos anticoloniales que en cualquier momento podría llegar a ser un combatiente armado por la independencia.

Y, es más, se le condenaba, de hecho, a la pena de muerte en un plazo no muy largo, pues era prácticamente imposible que aquel joven endeble resistiese por seis años largas jornadas de doce horas al sol y a la lluvia picando piedras.

No pudieron comprender que semejante condena no iba a doblegar al joven Martí en su firmeza patriótica y su fuerza moral.

A los seis meses justos, Martí saldría de aquella prisión y aquellos trabajos forzados con su salud quebrantada y su cuerpo marcado para siempre, pero con la misma decisión de trabajar por la libertad de Cuba. (Fuente: Prensa Latina)



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